En la canchita del barrio no había reglas ni réferis. Había solamente chicos y chicas corriendo atrás de la pelota. Se encontraban los de adelante con los del fondo, los del sur con los del norte, y ahí, con la bocha rodando entre sus cuerpos agitados, se conocían, se reían, se peleaban y se gustaban.
Esa tarde de otoño, después de haber ido a la escuela, los del norte, del barrio San Lucas, se enfrentaban a los del sur, del barrio Pradera. Ya había algo de pica entre ellos, que a esa altura habían armado casi un clásico de los jueves a la tarde, aunque rotaran los jugadores, porque siempre había ausencias y otros que los suplantaban. Eso sí, los chicos no permitían que los grandes, es decir, los de secundaria, entraran a jugar en los equipos, ellos tenían la cancha disponible otros días y horarios.
En el equipo del norte, comandado por Martina, había ido a jugar Ramita, amigo de su hermano Chicho. Ramita, que no era muy astuto, y carecía de todo tipo de habilidad deportiva, agarró la pelota con ambas manos para que no se le escapara en el medio del partido, la estacionó frente a sus pies y la pateó bajo un alboroto de sus rivales que gritaban “¡mano! ¡Fue mano!”. Él no entendía del todo qué había hecho mal, pero notaba que sus propios compañeros lamentaban su ejecución.
—¿Sos tarado, Ramita, o qué? —Martina lo retó.
—¿Hice algo mal? —le preguntó Ramita a Chicho, su amigo del alma, que también tenía aspecto decepcionado.
—La agarraste con las manos —contestó Chicho, cabizbajo.
—No entendés el juego, bobo. Salí, o vamos a perder por tu culpa —sentenció Martina y, acto seguido, se dio vuelta y miró a la grada, donde había solamente un chico más de su barrio al que convocó de un grito—. ¡Rodri! ¡Eh, vení, jugá para nuestro equipo! —y luego volvió hacia Ramita—. Vos ándate afuera, no jugás más.
Ramita, escondiendo el llanto y la vergüenza, salió de la cancha directo hacia donde estaba su reemplazante. Chicho, en actitud similar a la de su hermana, festejó el ingreso de Rodrigo, que jugaba más o menos bien y no era tonto como Ramita y lo saludó con la mano. Martina, la mayor del equipo, le dijo de qué posición jugar y lo acomodó en la cancha.
Sin embargo, fue tanta la mala suerte de Rodrigo, que en la primera pelota que recibió, también sintió una patada de atrás que lo hizo caer de bruces contra el suelo y soltó un grito estridente que se oyó a una cuadra de la cancha. El partido se detuvo, y los dos equipos se acercaron a ver su estado: Rodrigo lloraba en el piso y le dolía mucho la rodilla. El rival que le había pegado recibía insultos de sus rivales y le pedía disculpas a Rodrigo sin frenar a tomar aire.
Martina no sabía qué hacer. Era muy competitiva y su máximo deseo era ganar a toda costa. Sabía que con un jugador menos era imposible, y aunque algunos de secundaria que el año anterior jugaban con ellos estaban afuera, no podía convocarlos. Le susurró algo a Chicho al oído y éste fue corriendo hacia su amigo.
—Ramita. Dice mi hermana que podés entrar, pero no podés tocarla con las manos y tenés que patearla siempre que puedas para adelante. Y quedarte abajo a defender.
Ramita volvió a llorar, pero esta vez de emoción. Hizo la señal de la cruz para invocar la ayuda celestial y entró corriendo a la cancha bajo aplausos irónicos de los más grandes, que él tomó por genuinos y retribuyó un saludo con los brazos en alto.
