Santiago se sentía perdido. Tenía veinte años, un trabajo que no le gustaba y era la primera vez que no tenía una institución educativa rigiendo parte de su vida. Además, le parecía que no había aprendido temas importantes durante la cursada. Su padre le contestaba que lo que valía era tener las materias aprobadas y lo demás se aprendía afuera, pero él pensaba que era mejor cursar en la facultad. En su casa no podía concentrarse de la misma manera y tampoco tenía un programa a seguir ni exámenes.
Había intentado armar un grupo de estudio con sus amigos, pero a Mateo solamente le interesaba chamuyar a Giuliana, y Paula, aunque una vez intentó con todas sus fuerzas, no podía concentrarse en el estudio sin la presencia de una figura de autoridad.
Mateo decía que era mejor así, que un amigo suyo también estaba haciendo una carrera a distancia y era mucho más fácil, y más rápido para obtener el título. Que su hermana había tardado como siete años en recibirse en la universidad pública e igual no conseguía trabajo de lo que había estudiado. En cambio, de esta forma podían estudiar varias carreras aprendiendo un poco de todas, aunque no profundizara en ninguna.
A Santiago no lo convencía y prefería cursar el año entero. Para él era prácticamente imposible que pagar la cuota de una privada, ni siquiera pidiéndole ayuda a sus padres o trabajando más horas. Pero algo más le hacía extrañar la facultad. Había conocido a Candela en una materia, pero en los meses que duró la cursada no llegó a sacarle más que un par de risas. Y en redes, aunque probó distintas combinaciones entre el nombre y el apellido, no la encontró.
Una mañana, molesto de fracasar día a día en la búsqueda de Candela, Santiago decidió consultar con su madre, Gabriela, tarotista y productora de cosméticos.
—Estoy un poco preocupado por esto de la facultad… —introdujo Santiago la conversación mientras miraba sin leer un libro, sentado en la mesa de la cocina.
—¿Por qué, nene? Contale a mamá —contestó Gabriela que se preparaba el desayuno.
—Y porque capaz que no puedo aprender todo desde casa, me cuesta más, tengo dudas que no resuelvo. Y eso que usaba todas las faltas, pero así siento que no aprendo nada…
—Ajá, sí. Tenés razón… ¿y qué más?
—¿Qué? —hizo una pausa, miró a su madre y vio un gesto de complicidad en ella— ¿Ya te diste cuenta?
—Te conozco como si te hubiera parido. Cantá.
—Había una chica, Candela Discépolo, que cursaba conmigo y ahora no la encuentro.
—¿Y querés invitarla a salir?
—Sí… qué sé yo, verle las redes primero.
—Y buscala, Santi.
—Sí, bueno… ya lo hice. Quería que vos me ayudes con las cartas, a ver si la voy a ver o si me olvido.
—¿Vos la querés encontrar? ¿Seguro?
Santiago asintió.
—Entonces andá a la movilización en defensa de las universidades.
—No, dale, mamá. Con las cartas.
—Confiá en mí. Es intuición… y política. Intuición política. Vos andá, y después me contás. Si no va ella a la marcha, por lo menos vas a lograr que la facultad siga funcionando. Este gobierno es como tu padre: se hace el guapo y después arruga. Y, si la chica no llega a ir o no la ves, después la vas a encontrar en los pasillos. Yo sé lo que te digo. Andá.
Santiago aprovechó los días que le quedaban hasta la marcha para estudiar la materia como si tuviera que rendirla cosa de tener tema de conversación y convenció a Mateo de que lo acompañara a la movilización.
Candela fumaba un cigarro y agitaba el brazo mientras cantaba una canción de protesta al lado de un chico cuando Santiago la vio. No se animó a hablarle, pero confió en que, días más tarde, estarían en la misma clase otra vez.
