Miguel saltaba en el lugar y sacudía los brazos mientras esperaba que lo convocaran. Escuchó el nombre del rival gritado en los parlantes y una mezcla de aplausos y silbidos. Torció su cuello a un lado y al otro y saltó un poco más cuidando que la bata violeta no se le cayera. Cuando el presentador nombró a Miguel Caramuzzi, el estadio estalló en aplausos y aliento.
Caramuzzi llevaba algunos años lejos de los cuadriláteros; el rechazo popular que provocaban su altanería y sus violaciones al reglamento, como aquella vez en que noqueó a su competidor con un gancho a los testículos, habían provocado su retiro. Por eso se había dedicado a trabajar en la Federación Argentina de Boxeo, donde entrenaba peleadores y se encargaba de algunos emparejamientos y definir el arbitraje. Aprovechaba sus tareas para, a cambio de una buena coima, inclinar la balanza a su favor.
La pelea se había organizado como método para resolver un conflicto territorial con un país extranjero que había amenazado con una posible invasión. Entonces, y gracias al arbitraje internacional desarrollado por el Vaticano, se definió resolver el conflicto en el cuadrilátero. Caramuzzi pelearía para los locales mientras Aaron Glonzi lo haría para los invasores. La selección de los contendientes se había realizado por votación mediante redes sociales. En ningún caso se eligió, ni de cerca, el mejor boxeador para ganar. El criterio para votar de la gente tenía más que ver con el espectáculo que otra cosa. A muchos ni siquiera les interesaba si una franja de territorio pasaba a manos de otro país. Que sucediera algo así era cosa de todos los días y el arraigo a una bandera, cultura y origen determinados se había diluido en un mundo de fronteras casi abiertas.
Las luces apuntaban a Caramuzzi, que tenía más chances según las apuestas. Además, lo acompañaban su historial de boxeador, su buen estado físico y su ferviente deseo de lastimar a un rival que le caía demasiado mal. En cambio, Glonzi no era más que un tuitero, más joven que Caramuzzi pero en peor estado físico. Se había peleado tres veces en su vida, con dos derrotas indiscutibles, y una tercera que podría considerarse empate por puntos, en la que se había medido con un hombre de casi ochenta años.
Ni bien sonó la campana, Caramuzzi caminó a paso firme, provocando un balanceo de todo su cuerpo a un costado y al otro. Glonzi solamente se había puesto en guardia. Entonces, Caramuzzi empezó a pegar. Entró la primera, la siguiente, la siguiente, y muchísimas más. Glonzi parecía no entender cómo cubrirse porque siempre le entraba algún golpe donde no se protegía, así que usó la mejor defensa imaginada por él: el abrazo. El público enloquecía y gritaba “gol” prácticamente en todos los golpes. Incluso los que en un principio querían que ganara Glonzi, ahora deseaban verle la cara desfigurada.
Los primeros dos rounds, Glonzi aguantó golpes, escapó de su rival al trote en el cuadrilátero, y hasta intentó poner un par de piñas que fueron esquivadas sin problemas por Caramuzzi. Para el tercer round había muchas chances de una victoria del ex boxeador. Glonzi ya se balanceaba de mareo y era casi inevitable que perdiera el equilibrio. Sonó la campana y Caramuzzi avnazó, nuevamente en su paso vibrante, para desatar una lluvia de golpes. Fue ahí, cuando estaba a dos pasos de Glonzi, que sintió el pinchazo en la espalda. Se escapó de él un grito ahogado y quedó duro, frente a un estadio que se silenció. Se llevó una mano a la espalda y entonces, Glonzi avanzó hacia él, y logró conectar un derechazo al mentón de Caramuzzi, que quedó tendido en el piso, sufriendo más que nada por su espalda. El árbitro, que en este caso era un cura, debido a que la organización había sido propuesta por el Vaticano, contó con el boxeador caído y, así, por puro azar o castigo divino, Caramuzzi perdió la pelea. Un mes después, humillado en cuanto lugar transitaba, debió exiliarse al territorio que el país invasor había conquistado gracias a su derrota, donde era considerado un héroe.
