Los celos en la familia Raimundo se habían vuelto un problema mucho más importante que en una familia normal. Los hermanos, Chicho y Marco estaban tan peleados que sus padres tenían que intentar cruzarlos poco, como si tuvieran, en lugar de hijos, dos fieras disputando un mismo territorio. Sin dudas, Ricardo y Pamela, por acción u omisión, también eran culpables de que la relación entre ellos hubiera llegado a ese nivel.
Chicho era el mayor, le sacaba a Marco casi tres años de diferencia. De niño lo había apañado como si fuera el ser más preciado en su vida, el que debía proteger. Pero ya desde sus trece años, empezaba a notar algunas cuestiones en las que sentía que Marco corría con ventaja. Era más astuto, más rápido para la respuesta, más memorioso, casi sin dudas más inteligente, y por lejos, más atractivo que él. Se dio cuenta en el club, cuando él intentaba llamar la atención de una chica mientras jugaba al fútbol, y no lo lograba. Varios minutos después, notó que lo que la chica seguía con la mirada en el campo de juego no era la pelota, sino su hermano.
Nacidos los celos en Chicho, el vínculo empezó a tensarse lentamente. Cuando Marco lo buscaba, Chicho lo ignoraba; si le pedía algo prestado, no podía dárselo; si Marco necesitaba un consejo, Chicho devolvía una burla. Del dolor, en Marco nació el rechazo y la bronca contra su hermano. Pero el punto de quiebre fue cuando Marco empezó a salir con Lila. A Chicho le gustaba ella y, por eso, difamó a Marco a sus espaldas, y logró convencerla de cambiar de hermano. Chicho y Lila estuvieron de novios unos pocos meses durante los cuales Marco soportó verlos meterse lengua y mano frente a él en la habitación que compartía con su hermano y también en el living de la casa. Entonces, el vínculo fraternal se terminó y el diálogo nunca volvió.
Años después, sus padres habían armado un viaje a Europa, pero temían que una pelea a golpes en el lobby de algún hotel arruinara semejante y tan cara experiencia. Después de insistir varias semanas, Pamela convenció a Ricardo de que se juntara a hablar un rato con ellos. Una tarde, tras muchas idas y vueltas y amenazar con cortarles la mensualidad a ambos, logró juntarlos en un bar a resolver los problemas.
—¿Por qué carajo están peleados, a ver? ¿Se puede saber qué puede ser tan importante para pelearse con un hermano? —preguntó Ricardo enojado, probablemente más con Pamela que con sus hijos.
—Vos estás peleado con el tío —contestó Chicho.
—Es distinto, es por guita —contestó Ricardo sin mirarlo y desestimando su respuesta con una mano levantada—. Dale, a ver, ¿qué pasa?
—¿Cómo qué pasa? Me cagó a mi novia —contestó Marco—. Y es un pelotudo.
—¿Qué novia?
—Lila —contestó Chicho—. Pero ella me eligió a mí.
—Sí, porque dijiste cualquier cosa de mí, forro —a Marco se le endurecían los músculos faciales de la bronca—. A parte no te duró nada.
—Bah, pero eso fue hace como tres años, ya pasó —contestó Ricardo—. Basta con esta pavada, tienen que reconciliarse. Encima por una mina, viejo, mirá si se van a pelear por una mina…
Los tres estuvieron en silencio un minuto. Chicho miró a Marco que, aunque lo advirtió, no devolvió la mirada. En cambio, atacó:
—Pero si es un pelotudo, papá. Yo creo que no pegamos, que somos muy distintos y por eso no nos podemos llevar bien.
Chicho lo miró serio.
—Bah, si es una pendejada esto —contestó Ricardo—, se van a llevar bien cuando sean grandes. Pero tienen que empezar ahora, y en el viaje sin lugar a dudas, que si no su madre nos mata. Además, ¿qué es mejor que perdonar en la vida? ¿Eh, Marco?
—Pero si nunca me pidió perdón de nada.
—Bueno, vos también hiciste tus cosas —le contestó Ricardo.
—¿Qué hice? —Marco se encogió de hombros.
Ricardo miró a Chicho, que abrió la boca como para decir algo, se arrepintió, se quedó callado unos segundos más hasta encontrar en su memoria algo que le hubiera molestado en el pasado.
—Me robaste la camiseta del Palmeiras —contestó Chicho.
—Yo no te la robé, tarado —Marco puso una cara parecida al asco.
—¡Bueno, basta! —gritó Ricardo—. Tienen hasta mayo, que es el viaje, para reconciliarse. Y se acabó —justo se acercaba el mozo a tomar el pedido, pero Ricardo se adelantó—. No, no. Disculpá, flaco, no vamos a pedir nada —le dijo, con cara de culo, sin mirarlo.
