112. Arquitectura del descarte

1 de abril de 2024 | Abril 2024

“La imagen es lo único que importa” era la frase de cabecera que recorría el Poder Ejecutivo desde el inicio de la nueva administración. Sin decirse a viva voz, ya se sabía de dónde provenía ese mensaje, que se permitía diversas interpretaciones según el área de que se tratara. La rama dedicada a la economía debía mostrar un país que encaraba un orden y una nueva estructuración; la dedicada a pobreza debía mostrarse como controladora de que los pobres siguieran sin morir, pero tampoco reclamar; la asesoría presidencial se dedicaba a que la imagen del presidente se ajustara a los cánones de belleza; y, en cuanto a la organización del Estado, lo importante era mostrar austeridad y un achique considerable.

A tales fines se había contratado a la arquitecta Marcela Ferrero, vanguardista en su arte y propulsora de las modas durante los últimos cuarenta años. Sin dudarlo, aceptó la convocatoria y, unos meses más tarde, ya sabía lo que debía impulsar: un recorte fenomenal de presupuesto. De ser posible, devolver inmuebles alquilados y apretar un poco los espacios de trabajo que quedaran. A Ferrero, entonces, le pareció que lo mejor sería refugiarse en el minimalismo.

  Recorrió cada edificio desde el último sótano y el cuarto de escobas hasta la oficina más cómoda y lujosa. Repasó los diseños de la Bauhaus y de Mies van der Rohe, además de varias revistas y libros que se habían publicado durante todo el tiempo anterior. Cuando tuvo listo el proyecto, a fines de marzo, Ferrero entró con su equipo de trabajo, compuesto más que nada por decenas de peones de flete.

Lo primero que pidió la arquitecta fue retirar todo lo que ya no quería que se mantuviera, incluso al punto de vaciar algunas oficinas del todo, hasta que pareciera un espacio deshabitado. Ferrero ordenó a los gritos a sus peones que también tomaran nota del número de inventario de cada mueble, y en cuestión de segundos, empezó el trabajo: uno de ellos se acercó al escritorio de Martín, le acomodó los brazos y las piernas para que fuera más sencillo de transportar y, junto con la silla que lo sostenía, lo cargó hasta la vereda del edificio. Luego volvió a buscar la mesa y también retiró los aparatos electrónicos.

Otro peón decidió que sería más fácil sacar a Fabián en partes, así sería mucho más liviano. Lo partió a la mitad por la cintura y sacó primero la parte de arriba y luego, también con la silla, la parte de abajo. Otro peón vio que Fernando se veía muy bien para ser un mueble, y pensó que, si seguía en la vereda al momento de irse, podía llevárselo con él en el tren hasta su casa. La que no tuvo suerte fue Camila. Se le soltó de las manos a un peón en la escalera y llegó partida al piso de siguiente de una forma que no podría reconstruirse jamás. En cambio, Martita, que la apodaban en diminutivo porque era muy bajita y que llevaba ya muchos años en la intendencia del edificio, salió en una sola pieza por la ventaja de su tamaño y estar en la planta baja.

Después de algunas horas, la vereda era casi intransitable de tantos muebles, algunos con nombre propio y otros con nombre genérico, apostados ahí a bañarse del humo de los colectivos, mientras los transeúntes puteaban porque tenían menos espacio para caminar hasta sus oficinas.

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