111. Educar al pobre

1 de abril de 2024 | Abril 2024

Alicia Cabrera había iniciado su carrera en la docencia a los veintidós años. Más por mandato de su padre que por decisión propia, su futuro estaba resuelto. Lo ideal para ella habría sido encontrar un hombre propietario de campo pero que habitara en la ciudad y, desde una casa de techos altos, habitaciones y salones en los que entraría una familia entera, pasar la vida tocando el piano, cuidando algunos hijos y ordenando a la criada lo que debía hacer. Como su suerte no cumplía con las expectativas de sus sueños, le tocó seguir los designios de su padre.

En una Argentina aún atrasada y con todo por hacerse, la educación del bajo pueblo se convertía en una tarea urgente. Desde los barcos llegaban ojos que decían haber visto ciudades donde los trabajadores podían construir edificios increíbles y leer el diario, y las calles se inundaban en un río correntoso de niños que asistían a la escuela, para después ser mano de obra calificada, en lugar de brutos y vagos como se veían en estas tierras.

El primer año de trabajo le costó mucho adaptarse. De alma tranquila y protectora de una paz inquebrantable, le exasperaba el bullicio descontrolado de los niños, niñas y adolescentes que asistían a la escuela, que ni siquiera eran tantos en aquel entonces, como sí lo fueron más adelante. Así aprendió, una mañana fría, que podía aplacar el alma extrovertida de las almas jóvenes con un soplamocos igual a los que ella había recibido cuando era chica. El salón entero quedó en silencio y Roque, de diez años, con los ojos lacrimosos, en un rincón.

Alicia Cabrera sintió en su cuerpo algo más allá del golpe: una combinación química cerebral placentera y un suspiro antes de continuar la clase. De ahí en adelante, probó otros métodos: arrodillar estudiantes en granos de maíz, clavarles alfileres, y unos buenos palmetazos en cualquier lugar del cuerpo, salvo en la cabeza, donde sí se permitía coscorrones y tirones de oreja. Los peores castigos se daban los días malos, en que ella sentía que esa vida no era la que le correspondía. Que hubiera sido mejor estar en el club, tomando un té, mirando el verde césped y leyendo literatura francesa e inglesa. De esa manera, Alicia lograba calmar sus pulsiones y sentimientos de insatisfacción y, además, se convencía de prepararse para cuando tuviera sus propios hijos.

Los años pasaron y Alicia, ya con hijos y esposo propios, había abandonado la idea de acceder a una vida de sectores más pudientes y abrazaba la resignación al mismo tiempo que las palmetas, mientras en su círculo íntimo hablaba de sí misma como si se tratara de una pieza fundamental de la sociedad argentina. Despreciaba a los hijos de italianos que hablaban cocoliche y se burlaba de los hijos de españoles por algunos términos inusuales.

—Alicia, querida, ¿cómo estás? —preguntó Juana, también docente, en el recreo, cuando la cruzó en el patio.

—Con un frío que siento los huesos crujir. Hubiera preferido salir de mi casa con el sol un poco más alto.

—¿Te enteraste de la nueva ley? ¿La de la educación común, gratuita y obligatoria?

—Sí, y estoy muy preocupada debo decir —contestó con los ojos cerrados—. Vi que a partir de ahora se prohíben los castigos. No sé qué clase de nación esperan que construyamos de este modo.

—Ay, Alicia, es el castigo corporal lo que se prohíbe.

—Exactamente. Yo ahora tengo a cargo gente de catorce años, que me alcanza en altura y me supera en tamaño. Será imposible educar a este pueblo ignorante sin herramientas.  Además… —hizo una pausa, echó una mirada rápida a los costados y se sinceró—, no me vas a decir que a veces da cierto… placer, o algo así, ver a un chico crecer gracias a una bofetada.

—¿Placer? Más bien diría que lo contrario —contestó Juana con una mueca entre la duda y la tristeza—. Yo pienso que la nueva ley será un avance para todo el país, en todos sus puntos.

—Ya lo veremos. Yo dudo que los inmigrantes aprendan de la manera que hace falta y embrutecerán a nuestro país.

—Pero si es obligatoria la educación, ¿cómo van a embrutecer? Las que tendremos que estar a la altura seremos nosotras, querida Alicia.

Alicia sonrió, falsa, y fue entonces cuando un alumno suyo, correteando por el patio, por mirar a su perseguidor, no advirtió que delante suyo estaba la maestra y la derribó de un golpe. Juana ayudó a Alicia a levantarse y con los ojos le sugirió al chico escapar, de modo que cuando Alicia preguntó quién había sido, Juana dijo que no había llegado a verlo.

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