Para los cien días de una atracción inconfesable, el Marciano había pedido una sesión especial. Sería, quizás, algo de su lado humano lo que motivaba su pasión por el sadomasoquismo que, combinado con su lado extraterrestre, incapaz de encontrar el goce en el amor y el cariño, quedaba en un limbo extraño que ni siquiera él parecía ser capaz de resolver.
Le pidió a ella que se preparase para la noche: quería que ni bien pusiera un pie en la casa, comenzara su show. Y ella, imposibilitada de negarse, igual que siempre, obedeció.
El Marciano había pasado el día de trabajo entero sumergido en la fantasía de lo que le esperaría y los recuerdos de todas las sesiones ya vividas hasta ese entonces. Cada golpe, cada moretón, cada corte, lo devolvían a la escena viva donde ella sufría y él castigaba. Hasta podía revivir en su lengua el gusto de su sangre cuando le lamía las heridas provocadas por él, a las cuales, de vez en cuando, le agregaba sal, para más placer. Tanto se perdía en sus sueños que, prácticamente todos los días, era un desastre en cuanto a su ejecución laboral, hasta el punto de perder varias horas buscando nuevas formas de sometimiento para su esclavizada pareja.
Ni bien llegó a su casa, empezó a desvestirse. Caminó hasta su habitación, que cerraba siempre con llave y, una vez abierta, la encontró a ella desnuda, en cuatro patas y con la cabeza gacha. Ella se acercó hasta el Marciano y le besó los pies peludos. Él, entonces, la levantó de los pelos y la arrió hasta la cama, donde la ató con sus extremidades abiertas.
Para amordazarla le metió un pañuelo en la boca y se la tapó con cinta adhesiva. Como para entrar en clima le dio un cachetazo. Después, él se disfrazó con un traje de cuero en una sola pieza que quedaba pegado a su cuerpo. Caminó a un lado y al otro a los pies de la cama mientras ella lo seguía con la mirada, casi sin pestañear. Entonces él prefirió también taparle los ojos. Buscó un antifaz y se lo colocó con una suavidad opuesta al segundo cachetazo que emparejó el enrojecimiento de sus mejillas.
El Marciano comenzó su juego con una vela y dejó caer, lento, las gotas de cera sobre el cuerpo de ella que, hasta acostumbrar su piel, respondía con movimientos espásticos y algunas inhalaciones fuertes. Después de quemar la vela casi de punta a punta, buscó una palmeta, la misma que usaba su madre con él cuando era chico, y le golpeó las plantas de los pies y los muslos. Después también las tetas y hasta le dio un par en la cabeza.
—Te felicito, estás siendo muy buena esclava —sonrió el Marciano.
Había pasado ya más de una hora y media y llegó el momento de la fusta. Con variada intensidad recorrió su cuerpo a golpes hasta que prácticamente su piel se había vuelto roja por completo. Entonces aparecieron las primeras marcas de sangre. Él prefirió ponerle limón para ver qué sucedía y ella se retorció hasta donde pudo su cuerpo atado.
—Qué rica estás hoy —le dijo el Marciano después de morder y chuparle la sangre que salía de la areola de su pezón derecho y salió desde ella un sonido, lo más parecido a la risa de una persona amordazada—. Te gusta, ¿eh? Ahora voy a… tengo una sorpresa por ser una noche tan especial. En vez de usar martinete, conseguí un rebenque. Mirá, huele a campo, al cuero del caballo que lo aguantaba —y se lo acercó a la nariz para que ella olfateara—. ¿Te animás?
No contestó y al Marciano no le hubiera importado la respuesta. Le dio un rebencazo en una axila y ella, a pesar de la mordaza, gritó y se estremeció. Él se rio. Empezó a darle con fuerza y bronca, descargando todo el odio que sentía. Le habría partido los huesos de tratarse de un objeto rígido de tantos golpes. Estuvo unos veinte minutos hasta que ella quedó devastada, y él, agotado.
El Marciano se sentó en la cama unos minutos a contemplar su obra de arte y besarla y lamerle las heridas de nuevo. Después, se quitó el traje, se puso una máscara que le cubría la cabeza entera salvo la boca y la desató antes de exigir:
—Ahora te toca a vos contra mí —y se arrodilló al costado de la cama.
