93. Qué cara la jodita

17 de marzo de 2024 | Marzo 2024

La compañía de seguros pasaba por un mal momento. Algunas malas decisiones entre variables económicas, que se alteraban en sentidos contrarios entre una semana y la siguiente, hacían que llevar el mando de la empresa se complicara bastante más que lo esperado por los accionistas y el grupo inversor más relevante.

El director, Alfonso Pardo, no dormía hacía días. Le había agarrado el gusto a la merca de grande. De tanto sentirse viejo, encontró algo parecido a la juventud en pasar tiempo con pendejos a los que les bancaba la joda. Se divorció de la esposa y empezó a salir con mujeres que podían haber sido sus hijas. Y, cuando una noche se estaba quedando dormido en el boliche, escuchó que una chica que había intentado cortejar horas antes se refirió a él con el término “abuelo”. Se enojó. Tanto que al fin de semana siguiente ya estaba cargado con una bolsita, “como para no hacer papelones”, se convenció.

Empezó a ser el abuelo fiestero al mismo tiempo que dirigía una empresa de millones de dólares y responsabilidades muy relevantes a nivel social. En medio ese cóctel, la cocaína hacía más difícil su tarea. Los accionistas ejercían más presión sobre él debido a los vaivenes y reacomodamientos económicos. Trabajaba mucho, y lo que no trabajaba, salía de joda. Y el consumo aumentó.

Empezó a tomar decisiones, en general las relacionadas a los activos financieros de la empresa, que salieron mal. Justo él, que no tenía la capacidad de verse responsable de los errores y los cargaba sobre sus empleados.

Ese miércoles Alfonso Pardo mantuvo una larga comunicación telefónica con uno de los inversores más importantes de la empresa. Escuchó cómo se lo amenazaba con dejarlo en la calle por haber duplicado su salario y el de una chica que, se rumoreaba, era su novia de oficina. Condescendiente, y la boca un tanto rígida, avisó que se iba a encargar de remediar la situación al instante, que ya sabía por qué había sucedido. Convocó a Gloria Zabala a su despacho.

—Cerrá, cerrá. Dale, cerrá la puerta —usó un tono imperativo mientras agitaba las cejas arriba y abajo mirando la puerta.

—Sí, ya… ya va —contestó Gloria, encargada del área de recursos humanos—. ¿Qué necesitás, Alfonso?

Él la miró, desafiante, y dejó escapar una risa enojada en una exhalación nasal.

—No te hagas la viva. Estás despedida, Gloria. Lo lamento.

—¿Qué? ¿Me estás cargando? —preguntó ella con los ojos bien abiertos y una mano en el pecho.

—Te la mandaste, Gloria. No tengo otra opción. No podés subir los salarios que tenés ganas, porque las cuentas no nos cierran así y hace meses de todo esto —fue elevando el tono de su voz al tiempo que adoptaba una actitud más violenta—. Encima me comprometés a mí y a la pobre Juli que no tenemos nada que ver.

—Pero si yo no le subí el sueldo a nadie, Alfonso, ¿qué tengo que ver? Eso es tema de contabilidad, no sé.

—¿Quién hizo el recibo de sueldo, a ver?

—Sí, mi oficina, no sé quién; pero igual, si se pasó algo así es un tema de contabilidad, no mío. Nosotros no podemos hacer una cosa así, y lo sabés porque el que firma resoluciones de esos temas…

—Sí, sí, sí —la interrumpió a los gritos y se levantó de la silla—. Nunca te hacés cargo de nada. Andá, haceme el favor —señaló la puerta con el brazo—. Y agradecé que te vas con un currículum que dice el nombre de nuestra empresa.

Gloria estaba ya con la mano en la manija, lista para irse cuando se paralizó y, como esta vez no le pasó lo mismo de siempre, de pensar la respuesta correcta horas después, cuando ya es inútil ese rejunte de palabras que hubiera sido mágico en el momento indicado, se dio vuelta y lanzó:

—¿Sabés qué? —empezó con voz decidida y pausada como para que no se escapara una letra de los oídos de Pardo—. Tenés razón. Mejor poner el nombre de este lugar ahora, cuando todavía está de pie, antes de que la fundas, viejo falopero. Y si tu duda es cómo se enteraron los inversores, es por una resolución que firmaste vos hace unos meses. Imbécil —y de un portazo se retiró.

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