91. Firma a ciegas

14 de marzo de 2024 | Marzo 2024

A Atilio Oromendia, el mejor carpintero de la ciudad según varios de los habitantes de Azul de medio siglo atrás, le costó darse cuenta de lo que sus hijos hacían a sus espaldas. Tenía cuatro hijos y una hija, criados más por Ofelia, su madre, que por Atilio. Él pasaba prácticamente el día entero trabajando y probando distintos detalles nuevos para decorar sus muebles o mejorarles su funcionalidad. De esa manera había logrado alimentar a la familia entera durante trece años.

Hasta que enviudó. Una enfermedad que nunca se terminó de identificar, y mucho menos tratar, se llevó en cuestión de meses a Ofelia, quedando Atilio con los cinco críos, y ninguno en buena edad para el trabajo. Empezó, entonces, a restar horas de labor en la carpintería para dedicarlas a los cuidados de sus hijos. La preparación de la comida y asegurarse que los chicos hicieran la tarea era algo central. Contaba con la ayuda de una vecina que le ayudaba con tareas del hogar porque “ningún hombre puede hacerse cargo de una familia igual que una mujer”, como solía decir, y Atilio le estaba agradecido. Los chicos no la querían mucho, pero aceptaban porque veían lo que sufría su padre.

Un día, Pablo, el mayor de sus hijos, con apenas trece años cumplidos, se escapó del colegio y fue a la carpintería, donde encontró a Atilio dormido en un banquito, en medio de la construcción de una alacena. Sin despertarlo, se fue hasta su casa y ordenó todo como para hacerle un favor a su padre. Atilio festejó la grata sorpresa cuando volvió a su casa, más tarde que de lo normal por haberse quedado dormido durante un par de horas. Pablo repitió el escape del colegio algunas veces, pero a la a la quinta recibió una amonestación.

—¿Qué es esto? —preguntó Atilio con los ojos perdidos en el papel, que su hijo le había dado con cierta decepción.

—Me retaron —contestó cabizbajo.

—Pero la puta madre, Pablo. ¿Por qué? —preguntó Atilio y Pablo lo miró, serio.

—Por escaparme —contestó, como si fuera obvio. Lo decía expresamente el papel.

Atilio lo retó y le dijo que no lo hiciera más. Pablo se tragó el reto, pero se dio cuenta de que su padre no sabía leer. Nunca lo había visto escribir más que algunos números, y mucho menos leer. Era su madre la que sabía y se encargaba de todo lo que tuviera que ver con letras y números. Le contó eso a Daniel, el que le seguía, que ya estaba por entrar al secundario, y entre los dos lo pusieron a prueba. Le hacían firmar faltas, amonestaciones y autorizaciones para retirarse del colegio a cualquier hora, y Atilio estaba obligado a preguntar de qué se trataba y, después, a confiar en sus hijos.

A los pocos meses, Pablo y Daniel llegaban casi todas las semanas con dinero a su casa, y Atilio les preguntaba de dónde había salido. Ellos decían que era un regalo de la escuela y el gobierno y, alguna que otra vez, tenía que firmar la comunicación de la percepción de los billetes.

Una tarde, en la carpintería, se presentó Alfredo, el rector del colegio y casi una eminencia en la comunidad azulina, con gran preocupación.

—¿Cómo le va, don Atilio? ¿Tiene un minuto para hablar? —preguntó con voz fuerte y grave, y estrechó la mano derecha del carpintero.

—Sí, don Alfredo, por favor. ¿A qué debo su visita? ¿Anda buscando algún mueble que le pueda hacer o reparar? —sonrió Atilio.

—No, señor. Es por sus hijos. Ya van varias oportunidades en que le mandamos convocatorias a usted para que se acerque a hablar al colegio y únicamente nos manda su firma en el cuaderno. Incluso le pusimos que sus hijos, y disculpe por lo que le voy a decir, andan quedándose con cosas que les pertenecen a sus compañeros y así y todo no nos respondió nada, Atilio.

—¿Que mis hijos qué? —pegó un grito con furia.

—Discúlpeme, don Atilio, pensé que estaba al tanto de todo.

—Pero si no me dijeron nada estos mocosos —la decepción y la bronca se le mezclaban en la expresión.

—Es así, y lamento decirle que no son habladurías, los vi con mis propios ojos sacándole a golpes unos pesos a un chico de la primaria en la puerta del colegio.

Atilio se puso a llorar de la impotencia y, de una patada, revoleó el banquito en el que solía trabajar. Le pidió al rector que se retirara y, una vez solo, destruyó la alacena a martillazos.

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