80. Desacompañamiento social

5 de marzo de 2024 | Marzo 2024

Luna actualizaba la pantalla cada medio minuto, movimientos mecánicos como los de Chaplin en Tiempos Modernos. Desde el día anterior estaba así, mientras hacía un esfuerzo por ignorar los gritos y llanto de sus dos hijos, que retumbaban en la pieza en la que vivían.

Finalmente, a las dos de la tarde, entró el pago. La cuenta del banco ahora informaba que tenía la mitad de un salario mínimo. La deuda por alquiler aumentaba, pero hacía días había resuelto que si tenía que hacer algún favor sexual al dueño, lo haría. Otra vez. No tenía otro plan ni ofertas laborales a la vista.

Le escribió a Rocío, su única amiga en el barrio y, como era de día, le propuso ir a hacer las compras para ese mes. Rocío tenía tres hijos, pero su pareja hacía changas y aportaba para aguantar los gastos.

Ellas se conocían desde que eran nenas y jugaban en el barrio ni bien salían de la escuela hasta que caía el sol. Ahora ya no era así. La cosa estaba más picante desde el recorte de los planes y estar afuera era un riesgo para grandes y chicos. El narcomenudeo era dueño de las calles y administraba también robos y secuestros, sobre todo a los niños.

Rocío decía que eso jamás hubiera sucedido si los comedores siguieran existiendo, que ahí la gente se conocía y se ayudaba, y que no se hubiera dejado a los narcos gobernar así, tan crudo. Luna contestaba que el problema era que los punteros se habían vuelto narcos.

Esa tarde, Rocío no podía acompañarla a hacer las compras. Estaba en la casa de su madre ayudándola con un problema. Entonces, Luna le envió un mensaje a Lisandro, su hermano, para que le alcanzara algo para comer y zafar ese día. Ya llevaba dos días tomando mate lavado y apenas con alguna galletita en la panza. A los chicos les había dado un poco de polenta, pero no tenía nada más.

Lisandro contestó que si ella se acercaba unas cuadras sí, pero que él no volvía a ir a esa parte del barrio donde lo tenían fichado. No quería que lo reventaran a palos de nuevo en una calle desolada y pedir ayuda sin que nadie se metiera.

No veía más opciones. No tenía otros amigos y familia para pedir una mano. El vecino de al lado, un tipo nuevo, parecía bastante turbio y consumía mucha droga. Le daba desconfianza dejar a los chicos ahí solos. Se le cayeron un par de lágrimas y aspiró fuerte como para juntar valor. Apretó los dientes y le contestó a Lisandro que sí, que iba con los nenes, como para que no la dejara esperando como la última vez.

Los vistió y, ya en la calle, los agarró fuerte de las manos. No había nada ni nadie. Pasó caminando por al lado de lo que era el comedor años atrás, ahora tapiado y tomado. Había un soldadito en la puerta; dijo algo que ella decidió no escuchar. Aceleró el paso y siguió con los nenes a la rastra.

De golpe escuchó el sonido de una moto. Se dio vuelta y vio que estaba a menos de cien metros. Alzó al más chico y empezó a correr hacia donde debía encontrar a Lisandro, unas cuadras más allá, pero no tenía sentido. Empezó a llorar. La moto la alcanzó y, aunque ella cubrió al mayor con su cuerpo, el que manejaba la empujó y de un tirón subió a su hijo para darse a la fuga. Una vez más, la plata de la ayuda estatal se iba a ir en el pago del rescate de su hijo.

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