Llovía bastante y el frío le traspasaba el abrigo hasta los huesos. Llegó a su destino tras la misma larga caminata de siempre. Ya se acordaba el camino de memoria, qué lugares evitar y cuáles le convenía recorrer. Aunque había quienes decían que debía desistir, la señora llevaba demasiado tiempo en busca de su hija, y a pesar de que pasaran días, meses y años, ella era capaz de cruzar mares con tal de recuperarla.
Salía de su barrio, nada lujoso, con vecinos de mejores condiciones y otros tantos de peores, y así hiciera un insoportable calor o una helada cortante, ella iba hasta ese barrio donde todo se veía, oía y olía mejor. La casa era la de ladrillos a la vista y techo de madera pintado de blanco. Sin esperanzas, pero con la frente en alto, igual que las veces anteriores, golpeó la puerta.
El señor Smith abrió la puerta, y se adelantó un paso. La señora González esperaba debajo de los tres escalones, en la vereda.
—Buenos días, señora González. Ha vuelto… —saludó Smith sin asomarse debajo del techo que cubría la entrada.
—Vengo a buscar a mi hija Malvina —contestó ella, seca, bajo las gotas.
—Ya le dije que no puede irse con usted. Es una Smith, es una persona muy valiosa para nuestra familia. Y se llama Farah.
—Pero es mi hija, ustedes me la robaron y es mi derecho criarla junto con mi familia —se la notaba un poco menos aguerrida que otras veces. Ya lo había intentado todo. Como sabía que tenía menos chances de triunfar en un mundo donde el poder reina, su estilo se ceñía casi siempre la vía pacífica y el reclamo sobrio. Alguna vez había intentado recuperar a la niña por la fuerza, pero había terminado en un fracaso estrepitoso y era evidente que volvería a sufrir si reincidía. En el último tiempo, sin embargo, la buena reputación de la familia Smith caía entre sus pares del barrio y más lejos también, en parte gracias a que el reclamo por la niña se esparcía a gran velocidad. No lo suficiente como para poner a David Smith en aprietos, pero sí como para sonaran algunos comentarios por lo bajo.
Smith se quedó callado unos segundos y abrió los brazos a una altura por debajo de los hombros.
—¿Nada más? —preguntó soberbio, un poco sorprendido por la debilidad del reclamo.
La señora González vio cómo Malvina miraba asomada desde la ventana del salón al costado. Se la veía seria, un tanto inexpresiva, aunque la misma curiosidad hacía notar que sabía que algo de su origen la acercaba más a la señora frente a la puerta de su casa, al mismo tiempo que la alejaba de su familia al punto de ser casi una extraña. De hecho, el matrimonio Smith no le daba amor y cariño, ni a ella ni a ninguno de sus hijos e hijas apropiadas.
Estaba a punto de contestar con carácter pero se contuvo, sumisa y apenas se le escuchó decir:
—El resto de mis hijas e hijos todavía la sufren y exigen su devolución.
—Entonces encuentre la gente que la acompañe para llevarse a Farah. No va a ser gratuito. Su familia ha sufrido mucho por sus intentos. Todavía la recuerdo, borracha hasta la médula como si así consiguiera algo de coraje. Sus hijos e hijas perdieron más que usted. Aún tienen las cicatrices que los Smith les dejamos en la piel. Hágase un favor y váyase.
—Podríamos quizás pensar una crianza en conjunto —propuso en un volumen casi inaudible.
—Como dije, es muy importante para nosotros. No está en discusión —cerró Smith con las manos en los bolsillos, volvió a entrar a su casa y cerró la puerta.
La Sra. González vio a Malvina como un reflejo distorsionado de su misma carne. Y siguió lloviendo.
