71. Que la tortilla se vuelva

19 de febrero de 2024 | Febrero 2024

Desde la puerta del predio parecía emanar un embudo de hombres y mujeres que se abría a lo largo y ancho varios metros. Se amuchaban contra la puerta porque sabían que los puestos laborales en oferta no alcanzaban para todos. El sol les hacía picar la cabeza y los sofocaba hasta el punto del desmayo de alguno que otro, provocando la bronca de unos y el festejo de otros. Se escuchaban de fondo las máquinas estridentes, raspadas y explosivas. La fábrica era nueva pero todavía tenía que seguir contratando personal para abrir nuevos sectores.

Desde la mañana temprano el guardia de seguridad intentaba evitar que se le colara alguien más de la cantidad de gente que le ordenaban desde adentro. Tenía que jugar el papel de malo, como para no tener un error que lo devolviera al otro lado de la reja. Por lo menos tenía una garita para cubrirse del sol y agua fresca gratis, aunque un poco de ésta convidó con los desmayados. No así con los demás, por mucho que le pidieran.

Las entrevistas se tomaban de a quince personas.  Una vez llegados al galpón, donde hacía aún más calor que afuera y las máquinas aturdían, los hacían esperar unos minutos para no cruzarse con los de la tanda anterior y luego sí, con cada uno un número colgado del cuello, les dejaban entrar a la oficina a menos de veinte grados donde los directivos de la empresa se daban el lujo de usar abrigo y escuchar música que tapaba el arrullo de las máquinas.

Los dos que tomaban la entrevista eran hombres bajos con sobrepeso, acompañados por dos más, de estatura promedio y ambos más flacos que los otros.

—Tenemos para ofrecerles —arrancaba sin saludar uno de ellos— un puesto de trabajo en el torno y otro en la línea de montaje. No les vamos a preguntar si tienen experiencia, porque eso no nos importa. Tampoco si tienen familia, salvo en el caso de las mujeres que, por lo que veo, hay una sola en este grupo. ¿Tenés hijos? —se dirigió a ella, sentado, inclinado como para poder verla detrás de un par de hombres.

—No.

—Bueno, bien. Si quedás embarazada, te desvinculamos, ¿sí? —arqueó las cejas como si fuera una pregunta más que una amenaza—. Ahora, los dos puestos son de diez horas de trabajo, pero es posible que se extiendan algún que otro día un poco más, donde abonaremos un poquito más si podemos. Ahora el tema que les importa más. ¿Cuánto quiere cobrar cada uno?

La mayoría no estaba acostumbrada a esta nueva modalidad de negociación, y nadie decía nada por temor a quedar descartados por dar un paso en falso.

—Vos, ocho —lo nombró según el número—. ¿Cuánto querés cobrar?

—No… no sé. ¿Seiscientos mil? —contestó, ingenuo.

—Uf, no —hizo una risa burlona el otro jefe bajito—. Andá yendo, si querés, que no va a pasar.

Un hombre detrás de él abrió la puerta de la oficina como invitándolo a salir. El ocho no entendía, miraba al de la puerta, a los de la entrevista, a los entrevistados que le esquivaban la mirada.

—Eh… ¿Menos? ¿Quinientos?

—No, gracias. Andá. En serio, solamente te tomaríamos gratis —determinó el primero.

El ocho salió por la puerta dejando una puteada a su paso y golpeando la pared con el revés de su mano derecha. Pasó medio minuto de silencio, donde el primer entrevistador pareció calcular cada palabra mientras escaneaba los rostros de los que quedaban.

—Sean inteligentes. Piensen en su familia, en su futuro, antes de decir cualquier cosa.

—Trescientos —empezó el dos, ya bastante entregado.

—Doscientos noventa —dijo el doce.

—Doscientos cincuenta —bajó la diez.

—Doscientos cuarenta y ocho —dijo el siete, intentando que el piso no se fuere tan abajo.

—Doscientos treinta —gritó el dos, que se notaba un poco más flaco que el resto.

Se hizo un silencio, durante el cual el dos empezó a ilusionarse con la idea de ser ganador. Para otros era mejor guardarse el tiempo para buscar trabajo y esperar tener mejor suerte.

—Doscientos quince —dijo el trece.

—Doscientos —dijo el quince.

—Ciento ochenta —retomó el siete.

El uno se fue sin intentar pelear el precio y el tres lo siguió. Un poco más tarde lo harían el cinco y el catorce.

El dos se preocupó, se lo notaba nervioso y estalló en un grito:

—¡Ciento veinte! —ya con lágrimas en los ojos y un temblor que no podía disimular. El arrullo de las máquinas de fondo se apagó.

—Contratado buen hombre —dijo uno de los sentados.

Las rodillas del dos cedieron y cayó al suelo en un llanto que acompañaba una sonrisa.

—¿Y ustedes? ¿Nadie más quiere trabajar? —preguntó el más bajito de todos, al que la suavidad de las manos se le notaba de solo mirarlas.

De pronto, justo antes de que el número trece hiciera un gesto, la puerta de la oficina se abrió de golpe y entró un jerárquico de la empresa.

—Disculpen, señores directores. Los trabajadores apagaron las máquinas y dicen que quieren negociar en conjunto su salario. Se están organizando.

—¿Organizando? —uno de los bajitos se levantó furioso, disparado—. ¿Se piensan que estamos en el mil novecientos?

—Dicen que si no se les otorga una audiencia para negociar, la fábrica deja de producir.

El otro de los bajitos miró a su izquierda y le dijo a otro director:

—Llamá al gobierno. Decí que necesitamos policía desde mañana. Y pedile a Olascoaga que nos mande algunos rompehuelgas. Doscientos. No, trescientos, que sobren. ¿Y ustedes? —se volvió hacia los desocupados alzando la voz—. Los que quieran, empiezan ahora. Y tengan cuidado que las máquinas se tragan algunos brazos. No pagamos, y firman eso en el contrato. Vayan —todos salieron. Algunos a trabajar, el resto a sus casas o buscar nuevo trabajo.

—Señor, yo… —se acercó el dos al director que le daba la espalda—. Disculpe. Eh… —sonrió incómodo cuando logró captar su atención—. A mí me dijo que… que ciento veinte.

—Ya lo dije. Son cien mil. Vaya —y volvió a darle la espalda.

—Señores —volvió a presentarse el jerárquico—. La fábrica está tomada.

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