64. Solo ayuda

18 de febrero de 2024 | Febrero 2024

El campamento de la escuela era esperado por todos los chicos, salvo aquellos que no podían separarse de sus padres ni por una noche, los que no tenían amigos y los que tenían defectos de gente grande como no querer ensuciarse la ropa o comer la comida un tanto insulsa y barata que la escuela podía aportar para los pocos pesos que costaba la excursión. Para el resto, era el momento de divertirse con sus amigos y compañeros y con los de los grados más grandes y más chicos. El momento en que podía existir una actividad que cruzara a los que se gustaban sin que nadie lo supiera o la oportunidad de aparecer para el resto de la escuela como persona con determinada habilidad para tal o cual juego.

Durante el campamento de los más grandes, de cuarto a séptimo, a los chicos se los separaba en grupos con nombres de tribus de pueblos originarios: había mapuches, ranqueles, guaraníes, kollas y yaganes. Cada grupo tenía casi igual cantidad de chicos de cada grado. Los primeros dos días los juegos eran de competencia entre las tribus y variaban según lo planeado por los docentes; pero el último día, antes de que los micros dejaran el bosque para regresar a la ciudad, se jugaba al botín.

El juego comenzaba con la elección mediante votación de la niña o el niño que hubiera sido el mejor compañero del grupo durante esos días, para la cual se entablaba un agitado y gritado debate donde la palabra del docente influía ya fuera para descalificar a los que se habían portado mal y favorecer a los que sí se habían destacado ya fuera en los juegos en sí o en las actitudes valiosas como compartir y ayudar a los demás. El ganador recibía una caja de golosinas, el botín, que debía esconder en algún lugar del predio. Si nadie de su grupo la encontraba, el botín era suyo; si otro la encontraba, se repartía entre todos, dándole a quien la hubiera hallado una cuota mayor a modo de premio.

En la tribu yaganes, el ganador fue Benjamín, de quinto grado. Había tenido astucia y habilidades para los juegos de los días anteriores y también era uno de los chicos que hacían a los docentes derretirse de amor por ser tan bueno, amable y poco revoltoso.

Justo después de recibir el botín, a Benjamín se le acercó Franco, de séptimo grado. Era de los chicos con alma de líder, extrovertido, buen jugador de fútbol y fachero. Uno de los que lograban imponer modas en la escuela. Mientras Benjamín sostenía la caja entre las manos con la mirada en el suelo, Franco agachaba un poco su cabeza para hablarle al oído. Benjamín sentía cierta debilidad respecto de Franco porque le atraían todas sus características y quería ser como él, y una manera de empezar era siendo su amigo. Entonces asintió con la cabeza y estaba a punto de contestarle cuando Nina, una compañera de Franco, gritó:

—¡Profe, está haciendo trampa! —y lo acusó con el dedo—. Le fue a decir dónde esconder la caja.

—¿Qué pasa, chicos? —preguntó David, el maestro de sexto—. ¿Qué están tramando?

—No, nada —Franco levantó los hombros, le salía natural el excusarse ante los retos—. Lo estaba ayudando, nada más.

—¿Benja? —preguntó David y el niño no contestó nada, solamente se quedó quieto con la caja mirando al docente—. Bueno…

—¡Es trampa! ¡No lo votamos a él! —gritó Luciano—. Que no juegue, profe. Nos va a cagar a todos.

—Sí, profe, descalificado —Aura se sumó al reclamo.

David se tomó un segundo para pensar y mirar la verdad en el fondo de los ojos de Benjamín. Los acusadores tenían razón, era evidente; de lo contrario, el mismo elegido hubiera dicho que no era así, que no tenía nada que ver.

—Bueno, vamos a hacer lo siguiente —sentenció David—. Si la encuentra Franco la repartimos entre todos en partes iguales.

Varios festejaron, algunos por afinidad al punitivismo y otros por el aumento de su ración ante la posibilidad de que Franco, que por destreza física quizás tenía más chances, encontrara la caja de golosinas. Benjamín se quedó callado y Franco suspiró relajado por no haber quedado descalificado.

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