59. Truco

18 de febrero de 2024 | Febrero 2024

El torneo lo había organizado el Estado casi como un homenaje al gran juego de naipes que, aunque no haya nacido acá, la Argentina supo apropiarlo, difundirlo y cobijarlo casi como si fuera nuestro, igual que con el fútbol o Carlos Gardel. El evento se realizaría en el Congreso y las inmediaciones, porque no entraban tantos jugadores cómodos, y el premio era guita. Mucha guita.

Los primeros días se habían dedicado a las clasificaciones, que definían quién accedía al tramo final que se jugaba dentro de la Cámara de Diputados. Con un poco de astucia, otro tanto de coimear algunos rivales en la misma mesa para que se dejaran perder, alguna carteada y mucha suerte, lograron llegar al recinto. Era la primera vez que ambos entraban al recinto, y lo hacían para definir su futuro: si ganaban, cambiaba su vida por completo.

El Congreso había adaptado la cámara de forma tal que las bancas pudieran ubicarse dispuestas para jugar pareja contra pareja cruzados, con dos escritorios en el medio, aunque con el inevitable desnivel que había entre los de arriba y los de abajo.

Ariel no era muy buen jugador de truco. Había jugado intensamente el último año preparándose para la competencia, pero previo a eso no solía jugar. Juan, unos años más grande, sí tenía más experiencia en el juego y hasta había logrado vivir un tiempo gracias a apostar en bares contra rivales que no conocía. Como pareja habían encontrado una forma de potenciar su juego a partir de la arrogancia y sentirse campeones antes de serlo.

Sus primeros competidores fueron una pareja de gauchos entrerrianos que parecían recién salidos de una pulpería en 1890. Se les olía un poco el aliento a vino y, aunque hacía calor, usaban botas. El más joven usaba boina; el otro, chambergo, y solo uno tenía las mangas de la camisa arremangadas.

Al lado de la mesa, un veedor encargaba de que la partida fuera lo más limpia posible, algo que no ocurría en la etapa clasificatoria. No podía intervenir ni tocar los naipes, a no ser que fuera una situación sancionable para alguna de las parejas; su función primordial era otorgar a viva voz la victoria a la pareja que juntara los puntos necesarios y oficiar de representante fiel ante la organización al momento de comunicar el resultado.

El partido estaba chivo. Ariel y Juan habían arrancado con ventaja, un viento de cola que les venía desde la clasificación y una suerte que seguía a flote, a juzgar por las buenas manos que tenían. Pero los entrerrianos empezaron a levantar rápidamente, hasta empatar diez a diez.

—Ahora los hacemos mierda a estos payasos que no entienden nada —se rio Juan.

—Sí, ya los veo volviendo a Corrientes a moco tendido —se sumó Ariel y se frotó las manos mientras un rival repartía.

—Entre Ríos —dijo uno.

—¿Eh? —contestó Juan.

—Somos de Entre Ríos.

—Bueh, es lo mismo. Van a perder igual. ¿No prefieren que cerremos ahora? Así nos perdemos tiempo, y los invitamos a comer más tarde —sonrió Juan antes de levantar su mano y el veedor lo miró, serio—. Uy esta mano… Ya está Ari, ahora hacemos la diferencia. No la levantan más. ¿Voy a vos?

—Vení —contestó Ariel.

Juan tiró un diez de copa. El entrerriano de boina, un seis de basto.

—¿Tenés tanto? —preguntó Ariel a su compañero.

—Algo tengo, pero va la tuya.

—Envido —cantó Ariel.

El entrerriano de chambergo miró a su compañero, al que le sacaba unos diez años. Les bastó con mirarse.

—Envido —cantó.

—No tienen nada estos putos —dijo Juan y se echó para atrás—. A lo sumo este —señaló a un rival—, pero… veinticuatro, veinticinco.

—Quiero —se arriesgó Ariel.

—Nada —dijo Juan y señaló su carta en la mesa.

Trentiuno —contestó el entrerriano.

—Son buenas —se amargó Ariel—. Truco —cantó como para redimirse.

Los entrerrianos se miraron, negaron con la cabeza y tiraron sus naipes; el que tenía treinta y uno los mostró. Catorce a once.

—Vamos ahora, eh. Los dejamos que no los van a reconocer cuando vuelvan a su casa —se agrandó Ariel mientras Juan mezclaba—. No van a saber ni de dónde vienen.

Una vez repartidas las cartas y hechas las señas, empezó la partida. El entrerriano de boina era mano y jugó un dos de copa. Ariel anunció exageradamente seguro:

—Voy para allá, que si no me quemo —y tiró un once de oro.

—Venite, venite tranquilo —contestó Juan.

El del chambergo miró al de boina que con un gesto casi imperceptible le indicó que no hacía falta cantar nada. Jugó un tres de basto.

—¿Tanto? —consultó Juan.

—Para mí estos se están jugando a la pesca y están cargados. Si vos tenés mucho, mandale.

—No, está bien. Vamos callados, que se lo metan en el orto —dijo Juan y tiró un cinco de oro, dejando perder la mano.

—Pero… me dijiste que vaya a vos —Ariel recriminó con tono suave.

—Tranquilo, tranquilo —Juan pisó un freno imaginario con la mano.

—Truco —cantó el del chambergo y miró a Juan a los ojos.

—¿Vos tenés algo? —preguntó Juan—. Yo no tengo nada.

—Si me hiciste señas de que tenías un siete y un tres.

—Fue para este que estaba mirando —y cabeceó hacia el de boina.

—Y, no, bueno, no queramos —dijo Ariel y dejó caer las cartas sobre la mesa, casi al mismo tiempo que Juan.

—Bueno, finalizado el juego, ha ganado la pareja número cuarenta y tres, de Estanislao Gutiérrez y Benjamín Estigarribia —anunció el veedor.

—¿Eh? Si vamos quince a once… —se quejó Juan.

—En esta parte del campeonato las primeras tres partidas son a quince por una cuestión de tiempos. Está en el reglamento —contestó el veedor.

—Buen partido —dijo el de boina mientras se levantaban y se iban sin estrecharse las manos ni amagar algún gesto de amabilidad.

Ariel y Juan se miraron perplejos como si buscaran en el otro la responsabilidad de una derrota estúpida y humillante en la que su altanería, más exagerada que nunca, los había dejado en ridículo.

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