Tanto se había discutido que, al final, se había optado por no definir si la escultura se había hecho para darle prestigio al museo o si el museo se había hecho para albergar a semejante escultura amorfa de cientos de kilos de bronce. Lo cierto es que parecían encajar una con la otra de una manera casi perfecta.
—Como pueden ver, El Mundo de Carronieri es la única escultura en el mundo que desafía la gravedad. Ese pequeño cilindro central, de apenas siete centímetros de diámetro, soporta la enorme estructura ramificada que se extiende hacia arriba estos treinta metros de alto y veinte de diámetro, casi acariciando la cúpula de la sala —anunció el guía mientras señalaba con una mano la escultura de bronce.
—Qué increíble —acotó un muchacho del grupo cuando la vio.
—Es tal el desafío a la física que repesenta El Mundo, que la ciencia logró determinar que solamente se sostiene por la mirada ajena, que es la única que puede dar fe de que sigue en pie —dijo el guía, dándole la espalda a la escultura, de cara al grupo, con las manos detrás de la espalda.
—¿La ciencia? ¿Es una broma? —preguntó una señora con voz de fumadora.
—Para nada, señora —contestó el guía, arrogante y señaló arriba a un balcón interno en la sala desde donde un hombre, vestido de traje negro y camisa blanca, sentado en una silla, miraba la escultura—. Por eso este museo cuenta con los mejores observadores del planeta.
—¿Observadores? —siguió en su tono burlón la señora.
—Esta gente puede mirar un punto fijo sin cansarse ni desconcentrarse durante días enteros, pero no se preocupe por ellos: trabajan ocho horas de constante mirada sobre El Mundo y cobran fortunas en dólares que usted jamás cobrará —dijo el guía y sonrió falso.
—Aparte que si no es por ellos, esto no existe más —agregó un hombre alto de unos cincuenta años.
—Recordemos que esta obra —el guía se dirigió al público— lleva más de doscientos cincuenta años desafiando a la física —luego volvió a mirar a la señora, desafiante—. Sería demasiado arriesgado cortar la tradición de mirarla, que ya lleva casi dos siglos, nada más que para poner a prueba su vigencia.
—No, está bien —contestó la señora, levantó una mano en el aire en una disculpa tácita y signo de rendición. Cuando la atención no estuvo sobre ella, miró hacia arriba y vio que el observador cabeceaba, a punto de quedarse dormido.

