Después de tirar su quinta remera favorita, arruinada igual que las otras dieciocho, Mateo debió pasar por un transplante de axila. Una de ellas, la derecha, no sudaba y, dado que su cuerpo intentaba compensar con la izquierda, la transpiración le salía tan concentrada que las telas se marcaban con un día de calor.
La obra social no tenía cobertura para ese tipo de operaciones y el tratamiento posterior, que implicaba cremas y líquidos con elementos casi inexistentes en el país.
Como para no vender la moto, llamó a una prestamista de dudosa legalidad. La chica que lo atendió —»me acaban de echar estos hijos de puta y tengo que trabajar las ocho horas igual», había afirmado— le sugirió pedir consejos a Charly Hunter, «un yanqui que te compra todo», susurró al teléfono y le pasó un número.
Mateo lo recibió una tarde en su departamento. Ni bien llegó, Hunter encontró un montón de ropa separada que Mateo había separado con la intención de hacer una feria americana. Empezó a revisarla disgustado.
Levantó una camisa para observarla y empezó a arrugar la nariz como si buscara algo que le perturbaba el olfato. Acercó su nariz a la sisa derecha y la señaló:
—Aquí está el problema.
—Sí, pero igual, con un poco de perfume, eso…
Hunter asintió y siguió mirando la ropa que había en la mesa.
—Puedo darte cinco mil —resolvió.
—¿Dólares? -preguntó Mateo. Hunter empezó a reírse tentado y Mateo sonrió nervioso—. Era… era joda.
—Veo que tienes otras cosas interesantes… —Hunter levantó una ceja y miró alrededor—. Madera, plata, mármol —agregó señalando la mesa y unos adornos que reposaban en la mesa de recepción.
Hunter agarró uno y preguntó:
—¿Este cuchillo loco?
—Esa… esa es una réplica del sable de San Martín. Un poco más chica. Es el que nos liberó como país.
—Entonces no será algo necesario en este momento —sonrió Hunter de costado.
—Eh… la verdad que no lo uso.
—Mira… Te daré cincuenta mil por todo lo que hay en la casa.
—¿Dólares? —preguntó Mateo. Hunter empezó a reírse de nuevo.
