El pirata Lewis Casper era corsario de la corona inglesa. Tenía a su cargo una tripulación relativamente pequeña, aunque muy osada, como si se autopercibiera inmensa. Sin embargo, su atributo más rentable a la hora de conseguir riquezas no era el coraje a la hora de enfrentarse a sus rivales en combate —algo que casi nunca ocurría—, sino la capacidad de engaño que tenían.
Mientras los demás corsarios interceptaban barcos cargados de oro, plata y especias, la banda de Casper conquistaba botines enteros sin disparar un mosquete ni desenvainar una espada.
A diferencia de los demás piratas, ellos buscaban pueblos costeros, amarraban en el puerto y, después de disfrazarse con ropa llamativa y colorida, bajaban del barco listos para su obra.
El tiempo que pasaban en altamar, además de encargarse de las tareas que les tocaban como marineros, se dedicaban a entrenar sus dotes artísticas. Como mínimo, dos horas diarias.
Se dice que algunos guionistas de esa tripulación dieron lo mejor del teatro a la historia de la humanidad, y que Shakeaspeare agradecía que no hubiera quedado ninguna de esas obras escrita.
Otros miembros, por su parte, se especializaban en acrobacias, actuación, escenografía y también en vestuario.
Su arte les valió, en Buenos Aires, para convencer a la ciudadanía de que existía un lugar donde podían multiplicar su riqueza en oro. Solamente debían dejarlo en ese lugar algunos meses. Pero solamente Lewis Casper sabía dónde quedaba.
Los porteños, encandilados por la tan convicente propuesta, cargaron el barco con todo el oro que tenían. Eso sí: a cambio, exigieron el mapa del lugar donde estaría el oro.
Lewis Casper, aficionado al dibujo, pasó la tarde dibujando mapas de lugares del mundo y otros inexistentes. Hizo unos quinientos mapas y los distribuyó por toda la ciudad en minutos.
Minutos después, partieron hacia Europa. Cuando llegaron a Inglaterra, en lugar de llevarlo a la corona que los contrataba, se lo entregaron a un privado para que lo guardara.
Años más tarde, una tormenta estuvo a punto de tragarse el barco en las costas del, por aquel entonces, Estado de Brasil. Lograron sortearla hacia el sur y perdieron la chance de un botín espectacular en Florianópolis, capital de la Capitanía de Santa Catarina. El barco quedó muy averiado y necesitaba reparaciones.
Por no transitar tanto la zona, llegaron a Buenos Aires pensando que se trataba de Montevideo. Al verlos, los porteños recordaron que le habían dado el oro a esa misma compañía de teatro que acababa de amarrar.
La bola se corrió rápido y, en pocos minutos, la parte de la tripulación, que había bajado del barco, estaba rodeada de gente que se había dado cuenta que todos los mapas eran falsos —después de costear expediciones a buscar el oro— y que reclamaba su devolución.
Lewis Casper, bajo presión, acordó ir en busca del oro. Dejó como garantía a la mitad de su tripulación, incluido su hermano menor y mano derecha.
Lamentó mucho el momento en que se enteró que el hombre al que le había entregado el oro había desaparecido, se había esfumado y no tenía manera de encontrarlo. Se despidió de su hermano con un beso al cielo, y juntó una nueva tripulación.

