—¡Hola, mi amor! —gritó Candela ni bien entró al departamento. Colgó la cartera y la campera de un perchero y se sacó los zapatos que dejó tirados al lado de la puerta—. Gracias a la vida que se terminó este día de mierda; no me banco más al pelotudo de mi jefe, por Dios y la Virgen Santísima. Menos mal que te tengo a vos para descargarme —siguió el saludo de camino al baño.
Unos meses atrás, Candela se había entregado, por fin, a la idea de las aplicaciones de citas. Un método frívolo, cierto, pero que también tenía sus atributos: garantía de interés mutuo y contacto virtual previo.
Al tercer día tuvo el match con Lorenzo, un pibe de veintiocho, seis menos que ella, que vivía cerca de su zona. Le gustaba y le caía bien.
—¿Sabés qué pensé? —preguntó Candela ni bien salió del baño—. Aprovecho que vos sos más barato y hoy me pido la cena… Y hasta helado me pido, mirá lo que te digo —agitó una mano después de acomodar la vajilla de la cena que había quedado en la mesa ratona del living.
Se encontró con Lorenzo en un bar enorme. Él la esperaba sentado en una barra y se quedaron ahí tomando unas cervezas. Charlaron y se rieron. Era mejor que en el chat; más fluido y entretenido.
Se dieron su primer beso en el bar. Incluso se permitieron algún franeleo de más, gracias a la tenue iluminación del lugar. Salieron directamente en dirección al auto de Lorenzo.
—Me vendría muy bien una sesión ahora, gordito, ¿sabés? Estoy… No sé. Necesito relajar y pasarla bien un poquito —anunció Candela, con una sonrisa canchera, mientras entraba en la pieza.
Ahí estaba, en la mesa de luz, el succionador de clítoris, esperándola siempre dispuesto para sus necesidades. Ella se tiró sobre la cama y atrajo el aparato a su boca. Lo besó, lo miró y lo besó otra vez.
—¿No me vas a invitar a subir, puta de mierda? —preguntó Lorenzo, una cabeza y media más alto, casi abalanzado sobre ella en la puerta del edificio—. ¿Te pagué la cena aunque te hacés la zurda y me dejás acá como un pelotudo?
—Pará, flaco. ¿Qué te pasa? —Candela se apuró a preparar la llave indicada del manojo para abrir la puerta mientras trataba de esquivarlo contra el vidrio.
—Invitame a subir porque te cago a trompadas —amenazó Lorenzo.
—¡Ayuda! ¡Por favor! —Candela le gritó a la única pareja que pasaba por la vereda. Aprovechó la distracción de Lorenzo y se apuró a entrar en el palier del edificio.
Lorenzo se fue. Ella, cargada de adrenalina, le gritó hijo de puta un par de veces.
Candela puso música, se tiró en la cama y empezó a tocarse con la mano por sobre la bombacha. Cuando sintió ganas, apretó el botón del succionador de clítoris. No arrancó. Le faltaba batería.
—No, mi amor, no me hagas esto hoy, por favor —suplicó Candela.

