El canciller se tropezaba en sus propios pasos cuando entró en el gran salón. Estaba tan agitado que le costó tranquilizar la respiración para poder hilar sus palabras. Desde su ingreso tan espectacular y disruptivo, las miradas de todos se posaban sobre él.
—Su alteza… —alcanzó a decir y frenó para tomar aire—. Su alt… —no llegó a terminar la palabra con letras pero sí hizo un sonido que compensó las faltantes.
—¿Sí, Alfred? ¿Sucede algo? —preguntó la reina desde su trono.
—Han vuelto… Disculpe mi falta de aire, su alteza; subí tan rápido como pude los ochenta escalones. La plebe ha vuelto.
La reina lo miró con dudas y buscó en su cabeza qué asunto se le escapaba de las ideas, y se resignó a no decir nada, hasta que su canciller agregó:
—Han venido por la convocatoria, su alteza.
—¿Qué convocatoria? ¿Qué desean?
—Hambre, su alteza. La hambruna los está matando y por eso reclaman víveres de los almacenes reales.
—¿Y qué tiene que ver la corona? ¿Quién lanzó esta convocatoria? —cerró elevando el volumen de su voz que acompañó una modulación exagerada.
—Usted, su alteza.
—¿Qué? —gritó y se levantó del trono.
—La semana pasada, su majestad —cambió las palabras para dirigirse porque se había cansado de repetir «alteza»—. Cuando vinieron a la puerta y les indicó que si tenían hambre, los recibiría uno por uno…
—Ah, esto es increíble —lo interrumpió escandalizada—. ¡Fue un comentario claramente irónico! Con razón le va tan mal al pueblo. No tiene sentido del humor ni capacidad de comprensión de un simple comentario irónico.
Se quedó pensando y se escuchó desde la entrada del palacio un tumulto y el rechinar de los herrajes del portón. Recién entonces la reina se acercó hasta una ventana para observar.
—¡Qué vergüenza! Me afean el palacio y la visfa, Alfred —se quejó.
—Es verdad, su alteza.
—Dígales que no los puedo recibir.
—Preguntarán por qué razón…
—Dígales que estoy en una partida de whist —dijo ella con total naturalidad.
—No creo que sea lo mejor, su majestad. Podría enfurecerlos. Recomendaría argüir una tarea palaciega…
—¿La elección de la cena?
—Alguna función de gobierno. ¿Una reunión diplomática, con el duque de Edimburgo?
—Buena idea, Alfred. Despejen la entrada, por favor. Y… bueno, no puedo dejarlos morir de hambre o saquearían los almacenes o quizás hasta me decapitarían. Envíe alimentos a la Iglesia: algunos corderos, legumbres y verduras para que ellos repartan. Y dígales que en tal caso pueden buscar ahí.
