El caso había tomado relevancia en todo el país. No era un típico caso de gatillo fácil de las fuerzas de seguridad contra un menor de edad. El oficial Pereyra, miembro de la policía mendocina, había descuartizado con noventa y dos tiros en un lapso de media hora el cuerpo del chico que, como se veía en la filmación de un vecino, tomaba una coca con un amigo en una esquina del barrio.
La difusión en medios le dio al caso una relevancia de dimensiones internacionales. La minsitra de seguridad afirmó en conferencia de prensa que ella siempre defendía a los policías, pero que, si la justicia lo declaraba culpable, entonces había que cambir a los jueces.
Al gobierno, además, le había parecido una buena oportunidad para empezar a mostrar los nuevos criterios de justicia que le tocaba adaptar a la Argentina por su nueva posición internacional.
Los jueces entraron en la sala, colmada de cámaras y periodistas, y el silencio reinó. A la familia de la víctima no se le había permitido estar en la sala.
Después de una breve introducción realizada por el secretario del tribunal local, el juez que lo presidía comenzó a leer la sentencia. Leía acelerado, como para que sus palabras, por momentos, no parecieran en castellano.
De a poco, la sentencia se fue plagando de palabras en inglés: “right”, “law”, “America”, sin tilde y con r débil.
Como si se tratara de una licencia poética, el juez citó la segunda enmienda a la Carta Magna, habló del derecho natural de defensa, del peligro que el chico de rasgos aindiados podía haber representado para el policía que, desde su lado de persona blanca, no había hecho más que defenderse, y terminó por absolver a Pereyra.
En menos de un minuto, los jueces habían escapado y el secretario explicaba a la prensa y al acusado que era momento de retirarse.
Fueron cuatro días de infierno para los policías y los jueces y una pueblada que contestó que en la calle no se hablaba en inglés, y que nadie quería ser colonia.
