Campodónico entró al local un viernes a las cinco de la tarde en plena Avenida Santa Fe; a esta altura, avenida de ricos y linyeras. Ingresó con paso rígido al local y una bolsa de esa marca que indicaba un pedido de cambio. Sin embargo y debido a la falta de clientela, cuatro vendedoras se abalanzaron como para atenderlo. Una de ellas le habló primera y lo condujo a la caja.
Dos fines de semana atrás, Campodónico, ilusionado, se preparaba para una cita con Ludmila, de tenía treinta y seis años, quince menos que él. Quizás por eso él quería verse más joven.
—Tengo que cambiar este buzo —saludó Campodónico mientras le alcanzaba la bolsa a la empleada de la caja.
—Perfecto. A ver… —la cajera se aseguró de que el buzo todavía tuviera su etiqueta, después miró el ticket de cambio—. Ah, no. No va a poder ser —lamentó con una mueca exagerada—. Esto se podía cambiar hasta el ocho. Hoy es veinte.
—Uy, no me digas… ¿Y no se puede areglar? —preguntó él, casi en un susurro, mientras sonreía buscando empatía.
Campodónico pensaba que su hijo, de dieciocho, tenía una onda que conquistaría a cualquiera. Desfachatado, carismático, confiado. Todo lo que a él le faltaba. Imitándolo, se compró un buzo violeta que le quedaba bastante holgado.
El encuentro con Ludmila venía bien, al principio, al margen de un comentario de ella sobre lo llamativo que era el buzo. Se reían, tomaban y comían en el bar que él había elegido.
—Tengo veinte lucas —resolvió Campodónico.
—Hecho, gordo —aceptó la cajera, masticando chicle—. Andá, elegite alguna cosita y después hacemos el cambio.
Campodónico no podía contener su calentura con Ludmila. Esas tetas casi rebalsadas del escote lo convocaban tanto que, por momentos, se perdía de la conversación y, en lugar de responderle, salía con temas laterales para resetear la charla sin que se notara su distracción.
Campodónico veía a Ludmila simpática, atrevida, con una belleza exótica, casi oculta, que su insaciable deseo se encargaba de aumentar hasta convertirla en la mujer más linda del planeta.
Ya estaban en la casa de Campodónico, a puro beso y franeleo. Justo antes de pasar a cama, Ludmila le pidió que se dejara el buzo; dijo que le gustaba su onda juvenil, y que su último romance había sido con uno de dieciséis.
Campodónico se rio nervioso. Siguió como si nada hasta que, dos minutos más tarde, demostró su falta de erección. Ludmila se fue. Él se quedó solo en casa.
—Eh, disculpame… señor —lo llamó desde el mostrador la cajera.
—¿Pasó algo? —se delató Campodónico cuando se dio vuelta.
—Mirá, acá esto tiene una mancha —le exhibió el buzo y la marca blanquecina que tenía cerca del vientre—. Yo no te lo puedo recibir así.
—Pero si ya me dijiste que sí —insistió Campodónico.
—Una cosa es la fecha. Otra cosa es la mancha. No sé, gordo. Todos tenemos una mancha en la vida… Esta es tuya —dijo la cajera y señaló el buzo.
Cuando Ludmila se fue, Campodónico sintió su perfume, que persistía en el ambiente, se sacó el pantalón y el calzoncillo y empezó a masturbarse.
