La financiera pasaba por un proceso de reestructuración álgido. Dejaba de apostar por algunos activos más seguros y consolidados para hacerlo por otros que, a pesar de su volatilidad e inestabilidad, tenían una rentabilidad muy superior. Eso sí: sabían la chance duraba poco. Era cuestión de hacer todo el trabajo y eyectarse, antes de que la bomba no explotara en sus manos.
Los jefes habían decidido que algunas tareas pasaran por un costado de las operaciones publicadas. Hacerlas de la manera más prolija y correcta estaba descartado.
De ahí la decisión de resolver fácil y rápido. Ilegal, también; o casi. Debían realizarse todas en el plazo de un mes, como mucho. Un mes de desprolijidad en los números de un mes, era aceptable. Más de uno, era para problemas.
Tomaron entrevistas. Necesitaban empleados de cierto nivel de confianza que se animaran a hacer lo que les ordenaran sin preguntar demasiado. Y que, al mismo tiempo, no entendieran del todo lo que sucedía entre los números que manejaban.
Arrancó en el trabajo un sobrino de una directora de la empresa. A los cuatro días, debido a la carga de trabajo, a pesar de ser bien pago, renunció. Después, siguió uno que había llegado por LinkedIn. Lo despidieron cuando preguntó si lo que estaban haciendo era ilegal.
El tercero en el puesto fue Marcelo Laruccia. Un hombre de cuarenta y tres años, que en su presentación aclaró que había estudiado economía un año y medio, antes de comprar el título en la Universidad de Lomas en la época en que se vendían.
De aspecto era algo abandonado. No parecía tener amigos, aunque sí aparentaba ser de esas personas que imaginan que los demás lo consideran amigo por solo hablarles.
Trabajaba demasiado. Estuvo ocho días de corrido en la oficina, entre papeles y PDF, café y pastillas, moviendo acciones para acá o para allá, vendiendo y comprando en el mercado nacional y en los internacionales.
Al noveno día, los directores le ordenaron que se fuera a su casa a bañarse y dormir. Los días anteriores los habían pasado fascinados por su trabajo veinticuatro por siete. Lo recargaban con tareas para ver cuánto aguantaba y hasta levantaron apuestas por cuánto tiempo duraría así.
De tanto pedirle cosas y de tanto que Marcelo se exigía, llegó un punto en que habitaba la oficina como si estuviera en una realidad paralela. Hablaba solo —decía que con ex empleados cuyos fantasmas vagaban por ahí—, usaba una maceta grande de baño y tenía ataques de ira.
Se quemó la cabeza en tiempo récord y fue insoportable tenerlo ahí. Los directivos lo despidieron y, generosos, le dieron diez mil pesos más que lo que le correspondía.
Meses más tarde, cuando el perito informático designado por el juez revisaba los archivos digitales de la empresa, apareció la carta de Laruccia:
“Si encontraron esto, es porque ya estamos en problemas. Los directores de la financiera y también yo. No estoy en contra del trabajo que hice, fue arduo y contundente. Solo que también tenía que llevarme algo yo. Nos vemos en el penal”.
En el juicio le permitieron declarar como arrepentido. Bastaba con su testimonio y un par de operaciones para probar los delitos de los directores de la financiera. Negoció sus palabras a cambio de tres meses de prisión. Después de cumplirlos, se fue del país para no regresar jamás.
