La onda era que los chicos no estuvieran tanto con las pantallas esos diez días. Sobre todo Pedro, de diez, que es el mayor de mis tres hijos. Los tres varones. Sus hermanos, Tomi y Salvador, son mellizos, de ocho. Las vacaciones las pasamos en Chascomús, porque no había plata como para irnos a la costa, como solíamos hacer.
Un día, encontramos en la calle un tambor de lavarropas y unos pallets, tirados en la puerta de una casa. Me pareció que podía ser una buena opción para perder uno o dos días en una actividad creativa.
Con la caja de herramientas que siempre tengo en el auto por las dudas y pegamento y clavos que compramos en una ferretería, nos pusimos a armar un barco pirata —esa fue la idea de Pedro, que venció por ser el mayor—.
La cuestión es que yo me distraje y el vivo de Pedro hizo lo que hace siempre: buscar las cosas en internet. Y ahí le apareció que había que considerar que el material flotara para que el barco no se hundiera, y el tambor de lavarropas, además de ser de metal, está todo agujereado.
Tuve que obligarlo a que se relajara y se dedicara a diseñar, que lo de la flotabilidad no era lo importante, sino el diseño del barco, donde teníamos total libertad para poner y sacar.
De más está decir que no logré que Pedro estuviera de buen humor. Para él, lo que estábamos haciendo era una pérdida de tiempo. Como si su tiempo valiera algo —respuesta que no le di, aunque ganas no me faltaron—.
Se puso de buen humor recién cuando fuimos a probarlo a la laguna, al otro día de terminarlo. Alquilamos un gomón y unos remos y salimos a la aventura los chicos y yo.
Sol hizo de cuenta que se quedaba en la costa, pero en realidad fue parte central del plan: ella se metió disimuladamente cuando los chicos no la veían. Tenía una de esas bolsas de agua que van en las mochilas de los ciclistas y corredores, pero llena de aire, cosa de respirar sumergida.
Se acercó reptando por el suelo de la laguna —admiro que, aunque es profesora de natación, se anime a andar así, casi en apnea—. Yo miraba desde el gomón que ella iba sacando un dedo cada tanto, como para que la viera.
Cuando llegó abajo nuestro, golpeó suave el gomón.
—¡Chicos! ¡Vamos a probar nuestro barco! —les dije con un tono infantil.
—Vas a ver que no flota —contestó el boludo de Pedro y yo lo ignoré.
Era obvio que no iba a flotar, pero el diseño que habían hecho más que nada Tomi y Salavdor estaba bueno. Lo apoyé en el agua y ahí, escondida debajo del tambor, evitando su hundimiento, estaba la mano de Sol, que lo hizo pasear por la laguna un rato.
—Viste que flotaba —aleccioné a Pedro.
—¡Tenías razón, papi! —festejó él, y los dos nos alegramos, que es lo que pasa cuando me dan la razón.
Después de media hora, yo agarré de nuevo el barco antes de que Sol se desmayara, y les dije que no podíamos ponerlo tanto en agua porque se iba a oxidar. Me sorprendió que me creyeran.
Dos días más tarde, en la vuelta a casa, Pedro me dijo que, después de lo que habíamos hecho, se había dado cuenta de que podía dedicarse a diseñar barcos cuando fuera grande, que ya se sentía bueno para eso.
Yo lo felicité y le dije que se le notaba que sí, que tenía mano para eso.
