Ni siquiera el gobierno esperaba, para ser honestos, tener casi a su disposición al Poder Legislativo. Es que la oposición peronista renovaba más bancas que el resto y, a diferencia de lo que sus dirigentes se imaginaban —que el gobierno perdía por sí mismo las elecciones—, las candidaturas que no emocionaban a nadie solamente le restaron votos y le regalaron terreno al gobierno.
Tras la elección de legisladores con menos votantes por cada legislador electoen la historia de la democracia, el gobierno quedó librado a hacer del país lo que deseara. Le bastó con comprar algunos pocos legisladores opositores para sancionar la ley de protección de déficit cero.
El proyecto modificaba el código penal de modo que cualquier funcionario que tomara medidas deficitarias quedaría expuesto a una pena máxima de diez años de prisión.
Fue la muerte de Carlos Gazzinaga, tras diez días sin comer por haber gastado en quince días una magra jubilación que no alcanzaba para más. Un dedo mordido y falto de partes dejaba ver la voracidad de su hambre.
La noticia se difundió demasiado rápido y, para cuando el gobierno quiso desmentirla, las fotos de Gazzaniga, muerto en una pocilga casi vacía, estaban por todos los portales.
La respuesta pareció preparada de antemano: movilizaciones espontáneas inmensas que reclamaban, como mínimo, un aumento de las jubilaciones, planes y subsidios a todos aquellos que lo requerían.
Algunos, más decididos, reclamaban que el gobierno lanzara un decreto que dispusiera un aumento salarial general y topes para los precios. Incluso se planteó la posibilidad de resetear el gobierno al 10 de diciembre de 2023, hacer de cuenta que nada había sucedido y que el ex presidente asumiera para convocar nuevos comicios.
Miles de personas mostraban en televisión que nada separaba la piel de sus huesos. El presidente los miraba y se enojaba con ellos. “Estos hijos de puta me quieren hundir”, le gritaba a la pantalla.
Sin embargo, no fue eso lo que torció la balanza. A la mañana siguiente, cuando el presidente despertó y fue a jugar con sus perros, encontró los caniles vacíos. En cuestión de minutos se enteró del streaming que convocaba la atención del país:
Claudio, el cuidador de sus hijos de cuatro patas, los había secuestrado y los tenía atados en una pequeña embarcación llena de explosivos en el medio del mar, desde donde transmitía en vivo cómo dopaba y maltrataba a los perros.
Cuando tuvo diez millones de espectadores, Claudio amenazó con matarlos si el presidente no se comprometía, en menos de una hora, a largar la plata que le correspondía a la gente. Luego, cortó la transmisión.
Furioso como nunca, el presidente mandó a sus fuerzas a recuperar los perros y matar al cuidador. En menos de media hora había encontrado a Claudio, pero era imposible abordarlo sin poner en riesgo a los perros.
Fue entonces que el presidente, entregado, comunicó la firma de un decreto y explicó que podía haber evitado el déficit aumentando impuestos o quitándole plata al pago de deuda, pero que él era un hombre honrado y prefería pagar con su propia cárcel antes que incumplir con esas promesas de campaña.
A pesar de su comunicado, no había noticias de Claudio y los perros, hasta que, media hora después de publicado el decreto, la cámara del barco se activó nuevamente: los cuatro perros estaban partidos por una motosierra. Claudio tenía un disparo en la cabeza y el revólver en una mano.
