Maite ya sabía, el día que vio la citación en el cuaderno de comunicaciones, que la directora quería hablarle de todas esas cosas que Santino tenía en la casa que ni ella ni su padre le habían comprado. Jamás le había preguntado a su hijo al respecto: no quería que sintiera que lo acusaba. Ya sabía que su hijo usaba su papel de víctima para darle vuelta cualquier conversación y ella siempre perdía.
Aunque el horario de entrada a la escuela era a las ocho, ese día lo llevó a Santino a las diez para no tener que ir y venir dos veces a la escuela, que le quedaba a tres cuadras y media.
Cuando llegaron, el recreo estaba comenzando, y Santino, ni bien cruzó la puerta, salió corriendo hacia el patio a encontrarse con sus compañeros sin saludar a su madre. Maite se anunció en secretaría para hablar con Irene, la directora, que la hizo pasar a los pocos minutos.
—Mirá, Maite —arrancó Irene sin tapujos cuando la recibió en su despacho—. Yo no sé en casa qué le dicen a Santino, pero tengo muchos compañeritos y hasta profes que se quejan de que les sacó plata o cosas.
—¿Plata? —repitió Maite, que recordó esos días en que su billetera pasaba de llena a casi vacía sin explicaciones que la convencieran, y que Santino siempre se hacía el distraído.
—Sí, plata también. A la seño Mercedes le sacó como diez mil pesos el martes pasado —reafirmó Irene que, al mismo tiempo y sin levantarse de la silla, empujó la ventana que daba al patio, desde donde entraba el bullicio del recreo.
—¿El martes? —Maite había padecido ese fin de mes, y justo ese día había ido a la verdulería y había dejado las bananas porque no le alcanzaba la plata.
—A lo mejor ustedes, en casa, no sabían que estaba pasando esto, pero me parece importante que lo puedan charlar con él…
—No quiero acusar a mi hijo —lo defendió Maite.
El ruido que entraba desde el patio era escandaloso.
—No digo que lo tengas que acusar. Me parece que cada familia tiene sus métodos como para tener una conversación…
—¿Cómo? ¡No te oigo! —gritó Maite intentando tapar el ruido de más de cien pibes, ofreciendo su oído bueno, el izquierdo.
—Que cada familia tiene sus métodos para hablar estas cosas —empezó Irene, levantando el timbre de su voz.
—Es que a Santi ya le dijo el papá que no lo haga, pero él tiene esas mañas, viste. Es así y lo amamos igual —respondió Maite.
Un grito de afuera interrumpió la conversación:
—¡Matalo, dale! ¡Matalo que es chorro! —gritó una voz excesivamente aguda.
Irene se alertó. Se levantó y miró hacia el patio. Se cubrió la boca con una mano y, aterrada, miró a Maite, que también se acercó a la ventana.
En el patio Santino intentaba escaparse, pero no lo lograba. Cada camino que elegía terminaba en un montón de niños y niñas que lo golpeaban a él solo, con piñas, patadas, palos y hasta una rejilla.
Bañado de sangre, Santino se dejó caer en un lugar. No se cubría de los golpes y apenas si reaccionaba a ellos. Una masa de niños se le abalanzó encima y no se lo vio más.
