Dora estaba en la cocina, arrancando a cortar algunas verduras para preparar la sopa que iban a cenar esa noche y, si sobraba, también al día siguiente. Había ido a la verdulería, que todos los lunes tenía promoción de la mercadería que se le ponía vieja y, aunque todavía servía, no quedaba linda en la góndola. El verdulero, como todos los lunes, se quejó de que no vendía todo y tenía que poner oferta. Dora asintió aunque, por dentro, festejaba.
—¡Pero la re puta madre! —escuchó que Alfredo, su marido, gritaba desde el living—. ¡No puede ser, viejo, son unos hijos de puta!
Dora salió rumbo al living a su máxima velocidad, mientras se limpiaba las manos con un repasador.
—¿Qué pasó, Alfre? —tenía los ojos alterados, a pesar de haber visto que tanto su hermana Graciela como Alfredo, parado delante de su sillón individual, estaban bien.
—Que no nos van a dar un peso. Eso pasó —contestó Alfredo, que cortó el aire con el diario doblado en una mano—. Y a éstos hijos de puta sí les van a dar al final —dijo y señaló a Graciela que, además de ser hipoacúsica por sus ochenta y nueve años, estaba en silla de ruedas, a causa de una artrits agresiva que le hacía inflamar y doler las articulaciones.
—Bueno, Alfre, pero ellos también se merecen —contestó Dora, todavía limpiándose las manos, con su voz suave y tranquila.
—¡Le van a dar a ellos la que nos tocaba a nosotros, Dora! —que se iba a sentar hasta que tuvo que contestarle a su esposa—. Estoy cansado de eseperar. ¡No me lo aguanto más! Es ella o yo —y volvió a señalar a Graciela.
—¿Qué decís, Alfredo? Es mi hermana —contestó Dora y abrió una mano en el aire—. Aparte, es mejor que le paguen, así, en una de esas, si le va bien, Dios quiera, puede volver a vivir a su casa con la enfermera como antes.
—Sí, claro. ¿Ahora se va a ir? No, señora —dijo Alfredo mientras agitaba un índice negador—. Ahora que se va a llevar la nuestra que la ponga acá, que tanto le estuvimos bancando.
Graciela los miraba intrigada, pero no reaccionaba.
—Alfredo, pero ¿vos te volviste loco? El gobierno le tiene que dar a ellos y a nosotros también. No es la misma plata —explicó Dora.
—No la defiendas. Es ella o yo —aseguró Alfredo, ofuscado, parado frente a Dora.
—Ella o vos, ¿qué? No te entiendo nada.
—Ella o yo —repitió Alfredo.
—Es mi hermana —contestó Dora, lento.
Alfredo salió del living directo a la pieza sin mediar palabra y cerró de un portazo. Dora se quedó en el lugar. Miró la televisión, donde el noticiero había empezado a hablar del curro de los medicamentos.
Después miró a Graciela y le hizo un gesto de no entender qué pasaba. Graciela la miró, pero no reaccionó. Entonces, en la habitación sonó un disparo y una caída. Dora se sobresaltó y corrió a la pieza. Graciela sonrió.

