Tanta plata le había pagado a la abogada para que Benja se quedara conmigo, que después apenas me alcanzaba para los dos y darnos los gustos que hacen que la vida tenga sentido. En el caso de mi hijo, la debilidad le da por los postres de chocolate. A mí se me da en el vino. Yo me arreglé tomando uno que no me gusta tanto y no me dan ganas. Pero, para los postres de Benja no me alcanzaba. No sé de dónde sacan la leche que les sale tan cara.
El super no estaba lleno. Creo que ahí estuvo mi error: no calcular que Benja no iba a ceder sus tres postres semanales. Es que cuando pasamos por la góndola de la caja y vi lo que estaban, agarré otros, más baratos. Él se dio cuenta, claro. Y ahí arrancó a reclamar.
Yo aguanté un par respondiendo «porque no», pero llegó un momento en que sacó las cartas fuertes:
—Pero si me porté bien y el boletín vino bueno, ¿por qué no puedo comer postrecito? —se agarraba del changuito intentando dar lástima.
—Ya te dije, Benja, necesito juntar cada peso que pueda. Además, ni hablar que ahora me tengo que hacer cargo de todos los gastos del departamento yo sola, y nos queda enorme.
—Entonces es como dice papá, sos una fracasada —me dijo mirándome a los ojos, como si leyera cada reacción mía.
Yo apreté los labios, tragué saliva y arranqué el changuito a seguir las compras. Yo no hablé más, pero me sorprendió que él tampoco. Solo me miraba a la cara desde ahí abajo.
A mis adentros, la palabra fue creciendo. Benja lo sabía. Algunas semillas brotan rápido en mi fértil baja autoestima. Me mordí los cachetes para adentro como ansiolítico, hasta que, aceptando que solamente lograba lastimarme, volví a la góndola de los lácteos.
A la pasada, en un movimiento rápido, agarré dos postres de los de Benja y los metí en mi cartera. Entraban justo, así que, en otra góndola, saqué la billetera y la guardé en un bolsillo del buzo. Benja festejó.
Cuando terminé de pagar, con el changuito bastante cargado, empezamos a caminar hacia el estacionamiento donde estaba el auto.
Uno de seguridad, justo antes de llegar a la puerta, se me para adelante. Era tan ancho que no podía pasarlo haciéndome la boluda. Me pidió que abriera la cartera. Primero pregunté por qué. Cuando me dijo “tiene dos postres que no pagó”, me hice la boluda:
—No me había dado cuenta, Dios mío. Pasa que soy médica, y a veces la cabeza, viste… —me justifiqué y usé el guardapolvo como defensa, pero no sirvió de nada.
—Espere acá a un costado, que ya está por llegar la policía.
—¿Me estás cargando? ¿Por dos postrecitos de mierda llamás a la policía? —contesté desencajada—. Te los pago ahora, boludo.
—Órdenes del gerente —dijo el tipo, que parecía un robot.
Intené escaparme, pero el boludo de Benja no me siguió y tuve que volver a buscarlo. Ahí el de seguridad me agarró y me precintó las manos con ayuda de una cajera garca.
Nos quedamos ahí tres horas más, hasta que vino la policía y labró un acta y no sé qué más. Todo al pedo para que, a fin de cuentas, mi hijo siga pensando que soy una fracasada.
