El curso de coaching ontológico le había dado a Gabriel las condiciones necesarias para coordinar los ensayos que el gobierno había convocado de cara a las elecciones. A su cargo estaba la tarea de asegurarse de que los candidatos estuvieran preparados para dar una buena imagen. Se los convocó a todos en un teatro de la Avenida Corrientes, un martes a las cuatro de la mañana.
Para cuando Gabriel estuvo en las puertas del teatro, aún no había llegado nadie. Una hora más tarde, apenas había tres candidatos: Fabricio, Edith y Laureano, cada uno de una sección electoral distinta. Laureano había viajado cuatrocientos kilómetros para estar ahí.
—Bueno, empecemos con los que estamos que ahora a las ocho entro a la oficina y, si llego tarde, pierdo el presentismo —arrancó Gabriel mientras miraba una planilla—. A ver, vos, Laureano, acá dice que sos policía. Vamos a hacer un día de campaña. Subí al escenario.
Laureano subió apurado, se agitaba y repetía una mueca de acomodarse la mandíbula.
—¿Qué tengo que hacer? ¿Qué hago? —preguntó.
—Primero, tranquilo, ¿sí? Acá vos manejás la situación, ¿sí? —dijo Gabriel, examinando a Laureano—. ¿Vos estuviste…? ¿Dormiste?
—Desde el viernes que no duermo —contestó Laureano. La voz se le escapaba entre los dientes, pero la boca no se abría. Sus ojos estaban cansados, pero no se cerraban casi nunca—. Si tuve que venir manejando…
—Pero estás re duro.
—Soy policía —se excusó Laureano.
—Bueno, eh… Después vemos. Bajá ahora, a ver si, a lo mejor, en un rato… Subí vos —dijo Gabriel y señaló a Fabricio.
Fabricio dio un salto breve en el lugar y se puso en marcha con una sonrisa. Caminaba como si fuera el día más feliz de su vida, balanceando los brazos intercaladamente frente a su cuerpo.
—Bienvenido a la campaña, Fabricio —levantó el ánimo Gabriel, en papel de director técnico—. ¡Sos vos! ¡Vos y tu futuro! La gente te ama, Fabri. Sos un tipazo, quieren que los defiendas, ¡que los liberes! Ahí viene una mujer con una nena. Es tu hija, Fabri. Te están viendo todos.
—¿Qué hacés, pendeja? ¿Qué estás, loca? —acusó Fabricio, violento. No se entendía, por la altura de su mirada, si le hablaba a su esposa o a su hija imaginarias—. Tomatelá de acá, que estoy laburando. Dejame de joder, ponete a estudiar, a limpiar, dale. ¡Dale! —gritó, amenazando un golpe con un brazo al aire y hasta Laureano se asustó.
—Muy bien, Fabricio. ¡Eso quiere la gente, eso! Un tipo comprometido con su familia. A ver, Edith, ahora vení vos.
Edith subió al escenario con un paso lento, apesadumbrado y blando. Una vez arriba, se paró frente a Fabricio y Gabriel.
—Disculpen, antes que nada, ¿no tienen unos bizcochitos, algo? —Edith hablaba suave—. Estoy un poco con la panza vacía, que hace unos días que… Pasa que yo era del Ministerio de… ¿cómo se llama ahora…? Pero siempre bancando, eh. Está perfecto, si yo casi que era un curro ahí…
—Uh, esta mina está enroscada. Le tira el bizcocho —comentó Laureano, desde abajo, como si supiera de lo que hablaba y con la mueca de dureza más marcada que antes—. Les pasa a muchos compañeros en la fuerza. Quedan así, que necesitan bizcochitos sí o sí. Muy jodida la abstinencia.
—No, pero, yo decía bizcochitos, pero cualquier… Cualq… —empezó a contestar Edith y cayó desmayada de bruces sobre el escenario.
