El Luna Park estaba lleno, como en los viejos tiempos en los que no existían los molinetes ni las entradas digitales, donde entre miles de tickets que se cortaban existían también varios huecos por los que se colaban espectadores escurridizos que se apretujaban entre la gente para escaparse, quizás, de aquel empleado que, entre ticket y ticket, pudiera advertir esa filtración de público.
Después de combates de poca monta, en las efervescentes gradas apenas podía distinguirse alguna persona sentada al momento de la pelea más esperada del año: “el Pato” Luro, después de haberse retirado un par de años atrás sin haber ganado siquiera un solo título, regresaba para desafiar a la joven promesa, “Iridio” Gutiérrez.
Las luces bajaron hasta las penumbras, la música se apagó y, entonces sí, un juego de focos empezó a bailar en todo el estadio, encandilando a los que recibían el impacto de lleno en sus rostros y, más aún, a los tantos que habían tomado cocaína.
El presentador, una voz sin cuerpo, probablemente creada mediante intligencia artificial, atrajo la atención del público e introdujo a los boxeadores del combate:
—Desde el barrio de Palermo, tras dos años de descanso y preparación para el enfrentamiento de esta noche, en el rincón derecho… La leyenda, la historia, la destreza incomparable del… ¡Pato Luro!
Hasta ahí escuchó el Pato Luro y salió, tirando piñas al aire, cortas, envuelto en una bata violeta, bajo un estruendoso recibimiento entre vivas y abucheos, que bajaban desde las tribunas. Caminaba dando saltos cortos, balanceando el cuerpo a un csostado y al otro.
Una vez arriba, volvió a sentir la adrenalina de antes. El corazón latía fuerte, el cuerpo le exigía movimiento y lo obligaba a entrar en calor, como si la preparación en el vestuario no le hubiera bastado. Apretaba el protector bucal con los dientes para liberar la tensión.
Apenas un minuto más tarde, su rival estaba encima del cuadrilátero. Luro se vio obligado a parecer tranquilo pero no le salía: su última pelea —dos años atrás— había sido desastrosa, quedando lejos del título, y esa había sido su mejor oportunidad.
Ahora, ya grande, el panorama era aún más complicado. Tenía a favor la experiencia, pero sabía que, en cuanto al estado físico, los reflejos, la velocidad y los golpes, él estaba en desventaja. Y también en hinchada.
Sonó la campana y el Pato avanzó por el cuadrilátero. Penduleaba de un hombro al otro, y miraba a su rival por detrás de la guardia de sus puños. Pero veía borroso, movido, como si Gutiérrez estuviera laminado frente a él, ocupando el tamaño de dos o tres cuerpos.
Lamentó haber tomado media botella de whisky antes de la pelea, pero ya era demasiado tarde. A esa altura, la historia de su carrera y el futuro de ella se jugaban ahí.
Lanzó un golpe: aire. Lanzó otro: aire. Vio que Gutiérrez le curzaba un gancho al hígado: impacto. Dolor. No había ni siquiera llegado a endurecer el cuerpo y la piña le parecía la más fuerte jamás sufrida.
Aún no lograba componerse de la torsión involuntaria de su cuerpo, cuando Gutiérrez ya le metía un jab al ojo y, seguido, un cross, tan rápido que el Pato no llegó a cubrirse.
Intentó acomodarse, se arrojó contra su oponente, para abrazarse a su cuerpo cosa de, al menos, ganar segundos.
No entendió nunca desde dónde llegó el último golpe. Vio las luces difuminarse y cayó pesado, sin atajarse con las manos. El golpe seco silenció el estadio. El árbitro contó los diez segundos mientras él yacía, boca abajo, besando la lona.
