Carlos Ramallo había convocado a todos los trabajadores en el casco de la estancia para hacerles un anuncio. También estaban ahí las máquinas agrícolas que, de tanto trabajo que hacían, en la estancia les habían puesto los nombres de los peones que habían reemplazado, casi como un homenaje a los despedidos y una amenaza tecnológica a los aún empleados.
—Bueno, muchachos —arrancó Carlos con las manos en la cintura. Tenía la escopeta a un brazo de dlstancia, apoyada contra una pared—. Les quería avisar que, a partir de ahora, están todos en negro.
—¡Bien, don Carlos! —aplaudió Ramón, el empleado más antiguo de la estancia. Nadie lo acompañó y alguno que otro lo miró mal.
—Sí, por suerte, con este gobierno y la eliminación de las retenciones, a esta altura, casi no le doy un peso al Estado nacional. Me faltaban ustedes, nomás. El único que me queda en blanco es Ramón que, ustedes saben, es como un hermano para mí —se llevó una mano al pecho y, con la otra, señaló al que era, en realidad, su testaferro.
Ramón sonrió y asintió agradecido.
—Ah, y me olvidaba. Como sé que algunos se lo van a tomar a mal, hoy va a haber una buena fiesta con comida y bebida hasta tarde. Tomen sin cuidado que mañana van a tener franco —Carlos sonrió con aires de grandeza—. Y vamos también a rifar la moto, que ya le pueden comprar las rifas a Ramón.
—¿La moto nueva, don Carlos? —preguntó un peón.
—¿Eh? No. La nueva es para papito —contestó Carlos palpándose el pecho—. La 110 que estaba tirada en el galpón.
—Acá tengo las rifas, para el que quiera —dijo Ramón, mientras agitaba un talonario de números en el aire—. Está tres mil cada número, pero se venden mínimo tres por persona.
—También van a venir chicas esta noche, muchachos. Pónganse lindos, no me hagan quedar mal —advirtió Carlos.
Esa noche, entre tanta jarana, con el novillo recién carneado a un costado y la carne al fuego, un guitarrero, damajuanas, ginebra y putas, algunos peones le llenaban el vaso al patrón ni bien se vaciaba, mientras jugaban a las cartas.
Carlos Ramallo se despertó al otro día, sin recuerdo alguno de las últimas horas y con tal resaca que la luz le hacía sentir el cerebro desmembrarse.
Se levantó para ir al baño y vio al fondo del pasillo una mancha de sangre. Llegó al salón de ingreso de la estancia y vio huellas ensangrentadas. Salió al frente y la escena lo hizo orinarse encima:
Ramón, desnudo y muerto de un escopetazo en el pecho, estaqueado en una cruz enorme, se cocinaba a las brasas. Los perros, que ya habían terminado las sobras del novillo, le mordían los gemelos y las nalgas. La moto, sin ruedas, había sido destruida por el fuego.
No había ni un rastro de los peones y las putas. Al talonario de las rifas no le faltaba ningún número.
