La fábrica de galletitas había detenido su producción una semana antes. La caída en las ventas había obligado al jefe, Aldo Roseo, a buscar una inversión que le permitiera disputar el mercado contra la competencia local y también contra los productos que se importaban por un precio mucho más barato que el que podía fijar él.
Tras una reestructuración —con despidos y descenso en la calidad de la materia prima de por medio—, Aldo había logrado promesas de inversiones millonarias desde un grupo financiero estadounidense para renovar la maquinaria y aumentar la producción.
Pasaba el tiempo y, aunque Aldo insistía, cada fecha en que debía llegar la transferencia, aparecía algún problema que lo impedía.
Esa mañana, él había convocado a todos los trabajadores para realizar una limpieza de las plagas de insectos que se habían apoderado del depósito y esperar la última definición que les diera el fondo inversor tras su ultimátum.
Después de pasarse la mañana, cada uno con su chancleta en mano matando todo tipo de insectos, los trabajadores fueron convocados por Aldo para escuchar la definición.
Parado frente a la fila de producción, Aldo sacó su celular, tocó la pantalla un par de veces y, con aires de líder, se irguió y se levantó el pantalón tirando del cinturón.
—Señor Johnson. ¿Cómo le va? Le habla Aldo Roseo, de la fábrica de galletitas… biscuits. De Argentina…
De golpe, se quedó en silencio, con la mirada repartida entre el piso y el techo, concentrado en comprender las palabras que oía.
—Don Aldo… —se animó a pedirle información un empleado ansioso, con el cuello estirado hacia él y los ojos tan abiertos como podía.
Aldo no hizo caso. Sacudió una mano en el aire, con una expresión prima del asco y volvió a la conversación.
—Ajá. Ajá, míster Johnson… I understand. Claro. Demasiado salario. Perfecto. Goodbye —saludó Aldo y cortó.
—¿Y? —insistió el ansioso—. ¿Nos van a mandar las máquinas?
—Malas noticias, muchachos. Parece que se enteraron de nuestro tema de las cucarachas y que, hasta que no resolvamos eso, no nos van a mandar un peso.
—¿Seguimos matando cucarachas, entonces, jefe?
—No, está bien así muchachos. Mañana retomamos con lo que tenemos. Así que, vénganse todos con muchas ganas. Salvo los de empaquetado, ustedes van a tener su liquidación definitiva a fin de mes, ¿les parece?
