Aunque ya había terminado el colegio secundario hacía bastante tiempo, Pablo estaba, otra vez, en el mismo lugar que nueve años antes: esa tarde, en la plaza donde iban después del colegio, donde sucedía la magia de la adolescencia entre chicos y chicas, el día en que él había decidido pedirle a Candela que se la chupara, después de haberla escuchado decir que quería practicar para cuando fuera grande.
Candela contestó que no. “Sos re boludo”, agregó, y remató: “ni por toda la guita del mundo”. Y, lo peor, fue que lo dijo delante de sus amigos o, al menos, no lo suficientemente lejos como para que ellos no pudieran escucharlo.
Se le rieron esa tarde y algunos días más. Nada grave. Salvo para él, que tuvo que aguantarse ganas de llorar al ver a sus amigos riéndose a carcajadas y un recuerdo que, cada vez que volvía a su mente, le revolvía los traumas con su cuerpo.
Los años siguientes no se animó a hablarle a ninguna chica con intenciones de levante. Hasta que se mudó de la casa de sus padres, gastaba el salario casi entero en contratar putas y travestis. Incluso se enamoró de una chica porque le decía “mi amor” cuando cogían. A todas las demás, las trataba sin respeto y, a veces, golpes.
De nuevo en el mismo lugar que años atrás, Pablo repitió su pedido a Candela. Ella, todavía de dieciséis, dijo que quería lo que él tenía, y le señaló el bulto.
Pablo se miró y se bajó la bragueta. Brotó de ahí un fajo enrollado de dólares. Candela agarró el fajo y se lo guardó. Se sentaron en un bano de la plaza. Ella, por fin, cumplía su deseo. Pablo se perdió en el placer con ojos cerrados.
—Qué honrado —escuchó la voz de su abuela, al costado. Abrió los ojos y la vio sentada al lado suyo, en el mismo banco.
—¡Abuela! ¿Qué hacés acá?
—Le estoy dando de comer a las palomas —contestó ella y arrojó un puñado de pan en trozos al aire. Un montón de palomas se acercaron. Una se paró en el muslo derecho de Pablo y picoteó un testículo que se escapaba por encima del pantalón.
—La puta madre —se quejó él del picoteo y espantó a la paloma.
—Linda la… jovencita —señaló la abuela cambiando el tono de voz mientras levantaba la ceja derecha.
—Es por plata —contestó Pablo, en un esfuerzo por concentrarse en el placer.
—¿Tenés plata?
—Es de ella —dijo Pablo y señaló a Candela con un cabeceo.
—Yo también quiero —dijo la abuela y se acomodó para chupársela ella—. A ver, nena, dejame un poco.
—No, abuela… ¡Abuela! —gritó Pablo, mientras acababa en su calzón y se despertaba en la cama.
Se limpió con el calzón y lo tiró al costado de la cama. Agarró su celular y vio un mensaje de su abuela: “qué honrado mi nieto, que extorsiona y roba a cambio de sexo”. Tenía otro de un número desconocido que decía “repito: ni por toda la guita del mundo”.
