Lucas se sacó un pelo de la nariz usando los dedos como pinza. Me pareció escuchar el tirón del pelo desprendiéndose de la carne. Estiró la mano y me lo ofreció. Yo abrí mi mano y lo apoyó en mi palma. Era largo y grueso, más como una ceja de viejo que el pelo de una nariz de veinte años. Me cerró la mano en puño con el pelo adentro y recién ahí me dijo:
—Quiero que guardes esto de recuerdo de nuestro amor. Pero no puedo salir más con vos, Nati.
—¿Eh? ¿Por qué? —contesté yo, en voz alta pero sin llegar a gritar. Estaba a treinta metros de la panadería donde trabajo y ya era la hora de que entrara. Lucas me había esperado esa madrugada, dijo, desde las tres de la mañana, aunque sabía que yo entraba a las seis.
—Porque sé que andás con el Alcides ese —contestó Lucas. Alcides era mi compañero en la panadería—. Me lo dijo Fernando.
—¿Fernando? ¿Y qué sabe Fernando si ni siquiera anda por acá? —ahí sí, ya casi grité. Mi voz es como un pitido. Los perros ladran cuando hablo fuerte y, ahí, del otro lado de la persiana de la casa de los Villar, que estaba al lado nuestro, empezó a sonar un ladrido chillón, del perro enano que tienen.
—Dijo que pasó y te vio a vos dándote unos bigotazos con él en el mostrador.
—¿En el…? —no pude evitar tentarme y reírme. El perro ladró más—. Nada qué ver, Lucas. ¿No decías que Fernando es un mentiroso? Te dijo cualquier cosa.
—Si no voy ahora a cagarlo a trompadas por haberte besado es porque es muy temprano y no quiero…
—Porque te caga a bifes, Lucas —interrumpí—. Porque tiene unos brazos enormes.
—Ah, por eso te gusta él, ¿no? Por sus brazos. Fernando tenía razón, entonces.
—No me gusta Alcides. ¿Por qué le creés a Fernando, boludo? —le pregunté mientras el perro ladraba—. Siempre dijiste que era un trucho.
—¿Qué querés? ¿Que todo el pueblo sepa que yo soy el cornudo de la panadera? —acusó él. Al otro lado de la persiana se escuchó un ruido de cosas que caían. El perro paró de ladrar.
—No te entiendo, Lucas. ¿Por qué ahora le creés a Fernando y no a mí? —pregunté con los ojos un poco acuosos y lo empujé suave.
Aunque nos conocíamos de hacía años, llevábamos apenas cuatro o cinco meses saliendo, que se ve que no eran suficientes como para que él me creyera más a mí que a Fernando.
—Yo siempre le creí a Fernando. Andate, por favor. No te puedo ver llorando —dijo Lucas y me señaló el camino a la panadería.
Al otro lado de la persiana se escuchó una risa y volvió a ladrar el perro. Me dio vergüenza saber que se burlaban de mí.
Le revolée el pelo de su nariz que tenía apretado en mi mano, me di vuelta y empecé a caminar hasta la panadería. Frené en la puerta de la casa del vecino, antes de entrar y miré para atrás.
Vi a Lucas, que entraba en la casa de los Villar. Le había abierto la puerta la pendeja esa Tamara, que ahí nomás se le colgó del cuello y le dio un beso. En venganza, quise besar a Alcides, pero no me animé: era tan trucha la mentira que no me dio para darle crédito.
