Carlos ya había aparecido por la ventana de la oficina antes, recorriendo el pasillo en búsqueda de la reunión a la que lo habían convocado. En su tercera o cuarta aparición, miró hacia adentro de la oficina, esta vez sin disimulo, se acercó a la puerta y golpeó. Asomó su cabeza calva y redonda por el espacio entre la puerta y el marco, y preguntó:
—¿Esta es la reunión de consejo académico?
—Sí. Usted debe ser Carlos Estévez —saludó una funcionaria cincuentona. Hablaba como si solamente diera órdenes, casi marcial—. Lo estábamos esperando para empezar.
—Pasé antes por acá, pero como no vi ni nada para desayunar, pensé era otra cosa. Ni una medialuna, viejo —se quejó Carlos—. En casa mi señora no me deja probar bocado, por eso a la mañana siempre desayuno un cortado con dos medialunas, que me lo…
—Bueno… —interrumpió la funcionaria—. ¿Empezamos la reunión? Mi nombre es Marisa Vergara, yo estoy en la Dirección de Planes Académicos de la Secretaría de Educación. La idea, les habrán informado, es armar un plan de estudio para la formación de agentes encubiertos.
Carlos Estévez, César Galván y Evaristo Rodríguez se quedaron serios y sin emitir palabra. Ninguno sabía de qué se trataba la reunión ni que debían llevar algo preparado.
—Como no trajeron propuestas, trataemos de, por lo menos, salir con un esquema de cuestiones básicas que tenga que saber un agente encubierto —sugirió Marisa.
—El número de teléfono del superior de memoria —dijo Galván con voz aguda, que se colaba en una apertura mínima de los labios. Marisa anotó en su cuaderno.
—Eliminar todos los rastros —agregó Estévez, mientras sacaba del bolsillo un paquete de pastillas y ofrecía al resto. Nadie le aceptó—. Y evitar que se note, de paso… —usó un tono burlón y miró a Rodríguez.
—¿Por qué me mirás así? —contestó Evaristo Rodríguez, señalando a Estévez con el mentón.
—Hacete el boludo. La otra vez pusiste a uno en el Congreso a declarar que era un civil que apoyaba a las fuerzas —Estévez hablaba tranquilo, mientras se hamacaba en la silla—. Se nota, Evaristo. Se nota.
—¿Y qué querés que haga? No es mi culpa que tengamos que cuidar a estos pendejos pajeros —se excusó Rodríguez.
—Bueno, enseñale a declarar, entonces —resolvió Estévez—. Ponga, Marisa, ponga. Aprender a que no se note —Marisa lo anotó.
—¿Saben cuál es el problema? —se metió Galván, sentado entre ellos, inclinándose sobre la mesa. Iba a hablar, hasta que Marisa lo interrumpió.
—Señores, retomemos. ¿Qué más?
—Mirá, más que un manual, hace falta gente evangélica —Rodríguez aprovechó para dejar de ser el centro de atención—. Los últimos cinco tipos que metí en bandas narco grandes se me hicieron adictos. Los perdés —negó con la cabeza.
—¡Y mejores salarios! —gritó Galván con un dedo levantado, cosa de, por fin, ganar algo de atención—. Que tengo unos infiltrados en la izquierda y se me vuelven revolucionarios.
