Junio había sido brutal para Ismael. La helada había sido brava, pero no había sido lo único: también el entrenamiento del Ejército, donde él era soldado, le había costado un gran esfuerzo. Más aún, después de haber pasado los últimos diez años en la Brigada Mecanizada de Comodoro Rivadavia, donde había llegado a los ciento quince kilos a base de bizcochitos y facturas.
En el marco de un proyecto de recomposición muscular de soldados excedidos de peso, se había formado el Batallón Recuperación, un nombre para los papeles, mientras en los pasillos se le decía Batallón Ballenato. Querían exhibirlo en el desfile del Día de la Independencia.
Desde que lo habían destinado a La Plata que apenas hablaba con su familia: su esposa e hijos habían quedado en Comodoro Rivadavia, y a él le habían sacado el celular, dejándole usarlo solamente los sábados.
A las cinco de la mañana, Ismael se levantaba y se vestía con unos borceguíes, un pantalón y una chomba, hicieran cero o quince grados. Corría una hora y luego hacía otra más de gimnasio, siempre vigilado por un superior.
Recién entonces, tenía un hueco libre para descansar y comer. Desayunaba fuerte, aunque dentro de los parámetros de una estricta dieta. Y a partir de las doce del mediodía hasta última hora, tenía ensayo para el desfile, con otros soldados que no formaban parte de su batallón.
El coronel Ferracani estaba a cargo del ensayo. Les eseñaba con gran dedicación cada movimiento y exigía resultados perfectos. Cada paso tenía que coordinarse perfectamente con el rataplán. Ismael envidiaba a los que tocaban los tambores y no tenían que ejercitarse, a punto tal que, de haber recibido alguna propuesta, hubiera resignado su rango por uno menor.
Esa tarde llevaban unas cuatro horas en el gimnasio y no lograban que el batallón marchara como indicaba el coronel. Ismael no daba más: había sufrido triple turno de entrenamiento y las horas de desfile casi sin descansar lo habían fatigado.
Justo en ese momento, un emisario se presentó en el gimnasio, se acercó al coronel Ferracani con un papel, hizo la venia, le dijo unas palabras casi al oído y se despidió con otra venia.
—¡Batallón! —convocó el coronel— ¡Formación!
Los soldados se apuraron a formar una escuadra. A Ismael le dolía hasta el alma.
—Tenemos una mala noticia: se canceló el desfile por el Día de la Independencia, así que los entrenamientos serán suspendidos.
—¡No puede ser! —se quejó un soldado—. Toda mi familia ya tenía pasajes para venir a verme.
—No tenemos plata ni para un desfile. Así de mal nos dejó la casta. Y lo peor… yo ya tenía comprometido lo que nos iban a pagar —lamentó otro.
—Y todo el esfuerzo que hicimos —agregó uno más.
De golpe, entre ocho y diez soldados fracasaban en su intento de no largar lágrimas. Entre ellos, Ismael, que lloraba de alegría. Esa noche salió a comer.
