569. Cagar alto

7 de julio de 2025 | Julio 2025

Juan Cruz llevaba años de madrugadas de sábado en boliches chetos, a la pesca de algún rico —hijo de, también servía— que se le hiciera amigo. Se presentaba como Gaspar Laurent. Entre tanta charla, baile y beso con cualquieras, buscaba aquella persona distinguida y bañada en oro que tuviera tanto como para salvarlo a él de por vida. Así conoció a Tobías.

Tobías era el hijo menor de un empresario importante en el rubro de la construcción. Tenía treinta años recién cumplidos y todavía no encontraba su lugar dentro de la empresa, aunque su padre insistía en que debía encontrarlo.

Juan Cruz llevaba dedicándose a estafas todos los años que Tobías había vivido. Desde los nueve, al menos, que sacaba provecho de su habilidad, y había hecho de ella todo un arte.

Él tenía olfato: podía leer muy bien a los demás. Le bastaba con ver a una persona para saber grandes rasgos de su vida. Y, por sobre todas las cosas, era hábil. Estaba siempre tres jugadas más adelantado.

Desde los diecinueve que vivía enteramente de estafar. Había desarrollado buenas técnicas de presentación como para caer bien o parecer atractivo y acceder a grupos de amigos, que cagaba uno o dos meses más tarde, en el mejor de los casos, quedándose con los pocos ahorros que ellos tenían.

Él no tenía amigos. Lo había intentado varias veces, pero siempre terminaba por estafarlos de alguna manera. No podía contra sí mismo. Le tocaba conformarse con tener algunos conocidos con los que se respetaban los chanchullos, pero no más que eso.

Juan Cruz entró en la casa de Tobías con la misma sonrisa de trabajo de siempre. Lo había conocido en un boliche casi medio año atrás. Su trabajo más largo de toda la historia. Los amigos y amigas de Tobías eran todo oídos para él.

Juan Cruz usó un comentario sobre un papel higiénico como si fuera un comodín para abrir la puerta hacia la historia de su pasado. Contó que él no había conocido el papel higiénico hasta los veinte, que lo había comprado con su primer sueldo.

A pesar de no aparentarlo, les inventó una historia de infancia miserable en la calle, un padre ausente, y un viaje revelador en Paraguay cuando tenía dieciséis, donde intentaría estafar a don Alcides Ramón Espíndola, un importante funcionario del gobierno de Asunción.

Tras no haberlo logrado, Espíndola, benévolo y a modo de reconocimiento, le regaló sus gemelos de oro, con la forma del escudo de Argentina, hechos a mano, que le había regalado un funcionario de este país. Y un consejo:

—Gástelo bien. Tiene en sus manos su destino en esta jugada —le había dicho Espíndola.

Entonces, Juan Cruz contaba que con la venta de los gemelos había pagado un un curso de finanzas, con el cual había llegado hasta ese tan exitoso momento de ser de los mejores corredores de bolsa en el país.

Juan Cruz aprovechó que en la charla había llegado a habar de su trabajo para anunciar que su cartera de inversiones estaba a punto de hacer una jugada magistral con respecto a una cadena de snacks que venía con problemas, y que, si querían podían invertir esa misma noche, veinte mil dólares cada uno y la promesa de llevarse cincuenta en un mes.

El salón quedó en silencio. Eran ocho en total, contándolo a él. A ninguno le pareció descabellado, salvo a uno, que se bajó del plan entre risas por no contar con esa plata. Los demás, dudaron.

Juan Cruz lamentó esa baja con una sonrisa. Así disimulaba los nervios, el latido de su corazón y el sudor que sentía. Era la primera vez que iba a estafar a gente que, de verdad, podía cobrárselas de maneras que él jamás había tenido que considerar.

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