A Santiago se fue el colectivo cuando un perro, que apareció desde atrás, le empezó a ladrar cual ovejero alemán olfateando narcóticos. Le dio miedo que el perro, por pirado, lo atacara. Ya le había pasado de adolescente: siete inyecciones de antirrábica en el hospital. El trauma le sugirió correr. Y Santiago escapó; del perro y del recorrido del colectivo, que vio pasar a sus espaldas después de escuchar ese inconfundible motor.
Cuando logró escaparse, había llegado a una parte del barrio —donde había vivido sus treinta años— que no conocía. El corazón le latía fuerte y los pulmones no se acomodaban todavía. Se pidió un auto de aplicación que lo levantó en la esquina donde estaba.
Después de casi cuarenta minutos, Santiago llegó a la esquina donde habían quedado él y Benjamín para encontrarse. A pesar de su demora, todavía faltaba media hora para el horario pactado entre ellos.
Se conocían de la oficina y Benjamín era cuatro años menor que él. Santiago prefirió no mostrar sus ansias y no avisó que había llegado hasta veinte minutos después, cuando todavía faltaban diez. Benjamín no contestó.
Santiago, cuando se hizo la hora, volvió a escribir. Benjamín no contestó. Estaba bastante fresco y Santiago no tenía mucho abrigo. Dejó pasar quince minutos más y le mandó unos signos de pregunta y un emoji de risa.
“Éste se colgó y le da vergüenza decírmelo”, pensó Santiago, sonrió y se sacudió para sacarse el frío de encima. A los cinco minutos, lo llamó:
—¡Hola! —contestó el teléfono Benjamín a los gritos. De fondo sonaba música muy fuerte.
—¡Benji! ¿Dónde estás, amigo? Te estoy esperando —dijo Santiago, tosió y se cerró la campera sobre el pecho con una mano.
—Uh, Santi, ¿al final vos venías?
—Sí, boludo. Si te dije que nos encontrábamos en la esquina de Álvarez Thomas y Galván. Para caer juntos —el frío le trabó la dicción y la explicación final le quedó en otra oración. Sintió un dolor punzante en la cadera.
—Ah, venite… que acá ya estamos con Rami, y con unas chicas también —dijo Benjamín.
—Pasa que no tengo la dirección —intentó decir Santiago, pero la voz le salió cascada. Tosió tres o cuatro veces para aclararla y retomó—. No sé la dirección. ¿Dónde es?
—Ahora te la paso por mensaje, pero andá viniéndote para acá, es por Tigre, Olivos, por ahí.
—¿Pero es Ti…? —empezó Santiago, que había escuchado con dificultad. La voz cascada lo volvió a interrumpir. Iba a aclararla una vez más, pero Benjamín cortó.
En el celular puso la aplicación para pedirse un auto y vio manchas en sus manos. Pelos largos y grises en los nudillos. Otra vez el dolor de la cadera y, cuando quiso acomodarse, una dificultad feroz para moverse. Se miró y se sintió débil. Usó la cámara frontal del celular y se vio borroso, canoso y arrugado.
