Fue un comentario, un chiste de otro presidente —casualmente invasor de su vecino—, que un traductor reinterpretó como pudo, y un lunático presidente que lo escuchaba interpretó como un consejo y hasta una muestra de apoyo, en caso de ser necesario. Ni bien aterrizó, el presidente lunático dispuso por decreto armar al ejército. Era hora de liberar el continente.
Una semana más tarde, había declarado la guerra al Uruguay, no sin antes contraer un crédito por veinte mil millones de dólares que servirían para renovar parte de los equipos militares y, también, comprar las voluntades de más de un millón de uruguayos para que no se opusieran.
Como para darle épica, a los pocos días dispuso un bloqueo naval en el Río de la Plata, una invasión por tierra desde Entre Ríos y el sobrevuelo de un solo avión, dado que no había combustible para más.
Los uruguayos no querían la guerra y, en realidad, no les molestaba ser una provincia argentina, siempre y cuando les otorgaran privilegios en el resto del país, que el presidente concedió con tal de anexarlo cuanto antes.
Antes de dar tiempo a posibles nuevos rivales, el presidente ordenó dar vuelta las armas hacia la cordillera. Con la victoria en la Banda Oriental, se sumaron a las fuerzas armadas muchos jóvenes libertarios exultantes con la conquista que su líder encabezaba.
Pero no había tanto consenso internacional con que la Argentina anexara a Chile. Un país con salida a los dos océanos más importantes, que controlara el comercio de la cuenca del Paraná, y provisto de campos, hidrocarburos, metales y minerales, era una nueva potencia a competir.
Sin embargo, el entusiasmo del presidente era tal que, con una simple negociación, logró convencer a los grupos económicos más importantes del mundo y, a través de ellos, a los presidentes de casi todos los países.
El plan fue claro: en primer lugar, la Argentina solicitaría un préstamo por cuarenta mil millones de dólares más. Con esa plata financiaría la campaña, la compra de voluntades chilenas y una eventual expropiación y desalojo de la Patagonia entera.
Chile duró un día más que Uruguay antes de anexarse. Con la Patagonia en su poder, el presidente decidió regalarla a Estados Unidos, Israel, Reino Unido y las islas de alrededor, a Elon Musk.
Los números del Imperio Argentino en el mercado empezaban a subir y el presidente se excitaba con la idea de continuar hasta Colombia. Para eso necesitaba más dinero.
Para tomar más deuda, teniendo los niveles récord del país, el presidente debió regalar negocios muy rentables a las grandes potencias del mundo y pudo ganarse un crédito por cincuenta mil millones de dólares. Logró anexar Bolivia y Perú en una sola compra.
Cuando necesitó tomar más deuda — “la última”, rogaba el presidente a los acreedores—, toda la riqueza del país había sido saqueada a escalas masivas. No quedaba nada más que una población empobrecida de más de cien millones de personas a punto de estallar.
Bastó con que un militar asesinara a un niño en una situación de abuso de poder para que el imperio estallara por los aires. Meses después, habían nacido los Estados Socialistas de Latinoamérica, la futura primer potencia del mundo.
