547. Descrear

12 de junio de 2025 | Junio 2025

Iris volvió a su casa después de haber almorzado con su hermana Mónica y algunas otras amigas. Todas eran jubiladas e Iris se había sumado al club hacía medio año, aunque había trabajado hasta los sesenta y cinco. Esa tarde en particular, se habían juntado para despejar a Iris de la amargura de su reciente viudez. Después de treinta y ocho años de casados, Osvaldo, de setenta y tres, había muerto de un paro al corazón.

Se preparó para tirarse una siesta, pero no encontró el sueño. Encendió la televisión y vio noticias que no le gustaron, así que la apagó. Miró el reloj. Todavía faltaban casi cuatro horas para que llegara su hijo, que iba a visitarla para la cena.

Por no saber qué hacer, Iris salió al jardín delantero con su perro Salomón, que apenas le llegaba a las rodillas.

Miraba la vereda de enfrente, chusmeaba lo que hacían los vecinos por la ventana, cuando una camioneta frenó en la puerta de su casa. Bajaron tres hombres y se dirigieron hacia la casa.

—¿Sí? —preguntó ella, miedosa. Salomón ladró un poco y, después, retrocedió hasta escaparse.

Los hombres, sin emitir palabra, se subieron al techo y empezaron a sacar las chapas usando sus herramientas haciendo ruidos excesivamente fuertes.

—¡No! ¡Mi techo! —empezó a los gritos Iris.

Ninguno respondió.

—Pero ¿qué carajo hacen? ¡Voy a llamar a la policía! —amenazó.

—Señora, tome, esto lo firmó el ministro —dijo uno y le alcanzó un papel—. La casa la construyó por Procrear y ahora el gobierno está recuperando todo lo regalado por los kukas.

—¡Pero si con Osvaldo compramos después de Cristina! —gritó, pero ninguno contestó—. ¡Hijos de puta! ¿No tienen madre? ¿No les importa nada?

—Señora, yo tengo una rasta en los pelos del culo porque me cortaron el gas y no tengo agua caliente hace cinco días, así que no me ducho —le contestó el mismo de antes—. Mi nena ya tiene vergüenza de ir al colegio con el pelo así.

—¿Y ustedes? —Iris se dirigió a los otros.

—A mí me chupa un huevo —dijo uno y tiró una chapa al jardín.

—Para mí está bien. Hay que devolverle estas cosas al mercado —dijo el otro mientras pateaba y hacía caer la canaleta que recogía el agua de lluvia.

Iris empezó a llorar. Le temblaban las manos. Apretó los labios, entró a su casa y salió con el cajón de los cubiertos. Empezó a revolear uno por uno a los hombres que desarmaban su casa.

Después de tirar la última cuchara, al ver que no tenía puntería y varios tiros no llegaban al techo, volvió a entrar a la casa y salió con un reloj de oro macizo que le habían regalado sus compañeros a Osvaldo el día que se jubiló.

—¡Vos! ¡El de la deuda! Te doy este reloj a cambio de que eches a estos dos de mi casa.

El tipo, que estaba por sacar una de las últimas chapas, se detuvo.

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