Un día, era viernes si no me equivoco, arrancó a llover. Así como la que había pasado en mayo, porque yo, Carlos María Troncoso, podía no saber el día exacto de la semana, pero el mes siempre me enteraba cuál era. Claro, viviendo en la calle, sin teléfono ni nada, es un poco más difícil saber. Pero por las horas de luz, por la temperatura, me daba cuenta. Y esa lluvia que digo fue en julio.
Hacía un tornillo que no se podía ni estar casi. Eso que el día anterior había estado lindo, con sol y algo agradable. Ahora, cuando el viernes arrancó a llover, se cortó lo lindo.
Yo estaba ahí entre Barracas y San Telmo. Parque Lezama, bah. Esa zona. Tenía mi ranchito armado en la puerta de una casa vieja, abandonada, que tenía un cartel de venta y nadie jamás vino a ver. Yo la hubiera comprado, pero no tenía ni para pasar el día.
Como la casa tenía un balcón en el primer piso, el viernes, que llovió como para aquel lado, el ranchito me aguantó más o menos bien. Se me mojaron un par de cosas, pero la pude pilotear.
Esa noche llegó el perro. Estaba que llovía como loco y el pobre no sabía dónde meterse. “Vení, perro”, le dije y vino. Empapado estaba, pobre. Así que hice un fueguito como para secarlo.
El perro estaba contento, más seco. Se quedó a dormir conmigo, acurrucado. Cuando me desperté, no estaba más. No sé cuándo se habrá ido; eso que yo siempre dormía con un ojo abierto y el otro cerrado.
Al otro día, antes de que amaneciera, ya estaba encarando a llover para el otro lado. Yo ya tenía las mantas y el colchón mojado del lado de los pies, porque el balcón no cubría todo. Cuando quise correr las cosas como para que no se mojaran del otro lado, fue imposible.
Llovía tanto que pensé que era el diluvio universal. “Ojalá el señor del arca se lleve al perro”, pensé, porque a mí no me iban a llevar. No paraba de llover y empezó a soplar, que parecía que el frío calaba los huesos.
Ese día no pude ni conseguirme nada para comer. El jueves había comido, pero el viernes no. Y con esa lluvia no podía salir a nada, que ya me daba miedo que el agua me llevara el colchón flotando.
Cuando anocheció, el frío se puso más crudo todavía. Para mí cayó aguanieve. Y me hice bolita para guardar algo de calor, porque no tenía con qué taparme, si estaba todo mojado lo mío a esa altura.
Frenó una camioneta ahí enfrente, “a lo mejor me van a dar algo”, pensé. Pero no. Y yo al ratito ya temblaba. Con la campera, la capucha, hecho bolita y un poco mojado.
No tenía nada para combatirlo. Ni una maderita seca, ni una petaca con algo de alcohol, nada. Éramos el frío, el agua y yo. Nada más. En un momento, sentí que hasta los ojos tenía fríos, así que los cerré. Y me quedé ahí, apretándome las piernas contra el pecho.
En la madrugada llegó un viento tremendo, más frío que antes. Y yo, que ya venía temblando hacía horas, sentí que el cuerpo se me ponía todo duro, como trabado. Dejó de temblar y se apretó hasta que ya no sentí nada más. Y se acabó.
