538. Modales

4 de junio de 2025 | Mayo 2025

El plan era casi perfecto. Luján Eckert, mi suegra, tenía plata. Mucha plata. Además de unos eternos noventa y cinco años. Y aunque todavía vivía, se suponía que algún día iba a espichar. Por eso Luis, mi marido, y Violeta, su hermana, empezaron los dos a tironear del mantel para ver quién se quedaba la porción más grande mientras ella todavía estaba viva.

Y yo ahí, claro, jugué para Luis. Y para mí. Él siempre fue mejor hijo. Eso no cabe dudas. Si alguien la llamaba por teléfono a Luján, ese era Luis. Es verdad que Violeta se lucía llevándole cosas más caras, más ricas, oliendo a perfume rico.

Nosotros no teníamos para esas cosas. Nos iba bien, qué sé yo… normal, mal. Una cosa así. Pero también estábamos de hacía rato pensando qué hacer con la herencia.

Un día me cansé de esperar. Le dije a Luis que quería ponerme ese mismo año mi local de ropa, que ya no lo esperaba más. Yo, vendedora de toda la vida, necesitaba las alas para despegar nada más. Tengo el conocimiento y el carisma, de eso estoy segura.

Ahí armamos el plan: acercarnos a ella, cuidarla, pasearla, ir a comer, cosas así, y contarle de la idea del negocio para que ella, por su propio deseo, largara.

No importaba endeudarse, no. Por una cosa así, por amor, se hace lo que sea. Yo le decía a Luis: saquémosla a comer a lugares elegantes, llevémosla a conciertos y espectáculos.

La yegua de Violeta también arrancó a hacer de las suyas en cuanto vio que nosotros entrábamos en el juego. Nunca entendí si era a propósito que se le notara tanto. Nosotros intentábamos jugar por lo bajo.

Cuando la disputa fue abierta, nosotros teníamos algo a nuestro favor: mi forma de ser. Yo soy muy amable, cuido mis modales. Al menos, delante de ella. El gordo Edgar, esposo de Violeta, por más plata que tenga, es un desagradable. Huele a sucio, se le escucha respirar, habla a los gritos…

Cuando llegó el cumpleaños de Luján, nosotros le hicimos la fiesta, alquilamos un salón y todo. Violeta se metió y puso el catering. Carísimo. A esa altura, Luján sabía que nosotros queríamos el local de ropa y que ellos querían ponerse un restorán a todo culo.

Ella todavía no había decidido nada. No decía ni que sí ni que no a ninguno. El tema es que yo, que siempre cuidé que Luján me viera modosita, no pude contenerme cuando un mozo del catering de Violeta se tropezó y me enchastró toda.

—¡Pendejo estúpido y la re calcada concha de tu madre! —le grité yo, un poco enojada de más, la verdad—. ¡Me lo vas a pagar vos, eh! ¡De tu bolsillo! Pedazo de retrasado mental…

Cuando levanté la cabeza y miré alrededor vi que todos me miraban a mí. La mayoría con desprecio, sobre todo Luján. Pero al que vi que se reía, en silencio, pero exagerando la mímica, era el sorete de Edgar.

Esa misma noche, Luján, que yo creo que no planeaba decidir nada, se inclinó por el gordo desagradable y me dijo a mí que si yo quería poner un local de ropa, que lo hiciera, que juntara peso a peso.

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