537. Los tuyos

3 de junio de 2025 | Mayo 2025

El gobierno ganó las elecciones de medio término a nivel nacional, logrando una elección histórica, con récord en términos de votos: apenas se consiguió que el diecinueve por ciento de los habilitados a votar fuera a hacerlo. Incluso algunos presidentes de mesa, a pesar de estar en el lugar indicado para ejercer su derecho al voto, desistieron de hacerlo.

El festejo desmedido, que parecía tratarse más del último día de la historia de la humanidad que de unos comicios favorables, se transformó, en el presidente, en una resaca fenomenal al otro día. Así y todo, se levantó para ir a gobernar.

Tomó unas pastillas analgésicas, tres tazas de café mezcladas con energizante y se subió al auto que lo trasladaría hasta la Casa Rosada.

Apenas atravesó los paredones de la Quinta de Olivos, el presidente se sorprendió al ver dos hombres que se turnaban para pegarse trompadas el uno al otro. A un costado, una chica le dio tres cabezazos al piso hasta quedar quieta, blanda.

Escenas de ese estilo se repetían cuadra a cuadra. El presidente vio cómo, tras reconocerlo, multitudes ensangrentadas, heridas, se acercaban y se tiraban arriba del auto, con sus sonrisas enormes.

—Acelerá que se nos vienen encima —ordenó el presidente—. ¿Qué mierda pasa? —preguntó como para sí mismo.

—Son los festejos de anoche. Nadie lo puede creer, presidente —dijo el chofer y lo miró por el espejo retrovisor.

Un hombre pálido se apareció en la ventana del presidente, corriendo a toda velocidad, a la par del auto en medio de la avenida. En su mano derecha llevaba la izquierda, recientemente cortada, dejando que su brazo izquierdo terminara en un chorro de sangre.

—¡Presidente! ¡Aposté que si ganaba me cortaba la mano! —le gritó el hombre, eufórico de emoción—. ¡Es un regalo para usted, presidente! —fue lo último que dijo antes de desmayarse.

El presidente lo miró por la luneta. La mano izquierda se le había caído de la mano derecha y ahora la pisaban autos que pasaban por ahí.

Justo entonces, vio una chica que apenas llegaría a los veinte años, sola, que lloraba mientras esquivaba a personas que se golpeaban entre sí o a sí mismas sobre calles teñidas de sangre.

 —¡Frená acá! —ordenó el presidente y abrió la puerta del auto—. Vení, nena, subite que te rescato de estos kukas asquerosos.

—¡Javi! —se alegró la chica al verlo—. Todavía estoy festejando —dijo y levantó un pie como para mostrarle los clavos que tenía aferrados a la carne y la sangre que chorreaba de ellos.

El presidente la miró anonadado.

—Qué pendeja hermosa —acotó el chofer, con un tono lascivo.

—Acelerá —dijo el presidente y cerró la puerta en la cara de la chica.

—¡Necesitamos más ajuste! —llegó a gritar ella—. ¡Por favor, Javi!

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