Lo habían designado al gnomo para controlar lo que entraba y salía del pueblo. Ese cargo era rotativo, dependía de las posibilidades de cada uno para prestar tareas y, como justo ese año, el gnomo estaba libre por haber entregado todo su rebaño a las arcas del gobierno, y el puesto se encontraba vacante, se le ocurrió a su amiga la ninfa que él podía ocupar esa tarea.
El gnomo recorría el bosque que bordeaba al pueblo de mal humor, vestido con un enterito a cuadros de color verde, debajo una remera de manga larga roja, un par de borceguíes negros derruidos, y siempre tenía consigo una horquilla, que usaba a modo de herramienta y también como una posible arma en caso de ser necesaria.
Los últimos años habían organizado, con su democracia asamblearia, una serie de normas que servían para que todas las criaturas vivieran felices.
Sin embargo, hacía ya tiempo que alguien estaba ingresando bebidas alcohólicas (prohibidas en el pueblo), y los centauros —criatura naturalmente alcohólica— aparecían en pedo y se ponían a galopar de noche, a correr picadas en las que terminaban incluso entrando a toda velocidad en las casas de los elfos.
El gnomo estaba solo, no tenía familia, solamente un camaleón que se camuflaba cada vez que él entraba en la choza, de modo que rara vez lo veía. Lo que más le gustaba al gnomo era dormir, y eso planeaba hacer ese año, hasta que le otorgaron la tarea de cuidador del pueblo.
El elfo mayor, un hombre sabio que había fundado el pueblo décadas atrás, le había advertido al gnomo que tuviera cuidado, que las ninfas tenían algo entre manos, que probablemente fueran ellas las que ingresaban las bebidas alcohólicas, tanto ir y venir por el bosque.
El gnomo aparentó prestarle atención, mientras elegía el lugar donde se tiraría la próxima siesta en el bosque. Él ya sabía que las ninfas se llevaban cualquier cantidad comida y objetos para cambiar por alcohol.
No eran las únicas. El gnomo también veía a las hadas volar por encima de su cabeza llevándose bolsas de oro para comprar esos polvos coloridos con que adornaban sus alas, así como los sátiros se llevaban piedras preciosas escondidas entre sus partes más peludas.
Un día en que los troles advirtieron que ya no había alimento y que tampoco había nada para conseguirlo mediante trueque, fueron ellos mismos a la puerta del bosque y vieron a las ninfas escapar con decenas de kilos de granos y vegetales.
Los troles lograron detener a algunas ninfas y quitarles su carga. De ahí, apuntaron sus broncas contra el gnomo, que amagó a levantar su horquilla para defenderse y la bajó segundos más tarde.
—No se enojen con las ninfas —imploró—. Son muy buenas para sanarnos, las necesitamos felices… Además, ustedes harían lo mismo —y los acusó con su dedo.
—Gnomo estúpido —contestó un orco—. Nos enojamos con las ninfas por llevarse todo lo que pudieron en lugar de hacerlo con poco, como hacemos todos. Pero más nos enojamos con el inútil encargado de evitarlo, que ahora será desterrado del pueblo.
—Saluden al camaleón de mi parte —acepto el gnomo cabizbajo y entregó su horquilla a los troles.
