La relación ya venía floja de antes de esa noche. La cosa no caminaba, sobre todo, desde que Candela se había cogido a un compañero de trabajo después de un cumpleaños. Aunque tenían una relación abierta, como cada vez más gente, a Nahuel le habían hecho llegar el rumor de que no habían usado preservativo, algo que ella negaba rotundamente. Para esas cuestiones tenían reglas muy estrictas. Pero esa pelea, en particular, se debía a la falta de queso que los dos decían que no era su tarea.
—Boludo, es culpa tuya —acusó Candela—. Yo te dije que compraras cuando volvías del gimnasio.
—Pasa que me olvido las cosas porque estoy con una trola de mierda —sonrió Nahuel, irónico.
—¿Qué decís, boludo? —se defendió Candela.
—Y, si te portás como una puta, ¿qué querés que te diga?
—Callate la boca, estúpido. ¿Cómo me vas a decir así, la concha de tu madre? —contestó Candela, roja de enojo, y lo encaró.
—Puta de mierda —contestó él y le revoleó un cachetazo que le partió el labio.
—¿Qué hacés, forro? ¿Sos machito para pegarle a una mujer? ¿Eh la re concha de tu madre? —contestó Candela y a cada pregunta lo empujaba.
Nahuel, entonces la empujó y ella cayó, dándose la cabeza contra una mesa ratona. La agarró de los pelos y la arrastró hasta la pieza, donde la siguió cacheteando.
En eso estaba, cuando sonó una sirena y, luego, golpes en la puerta.
—¡Abran! ¡Policía! —se escuchó un grito al otro lado.
—¡Policía, ayuda! —gritó ella y se escapó para abrirles—. Me está lastimando —dijo ella después de abrir, rogando por ayuda.
—Venimos a detener a Candela López.
—¿Eh? No —negó ella con la cabeza.
—Llevelá, oficial, es ella —la señaló Nahuel desde atrás.
Un policía levantó su celular en el aire y sonaba un recorte de la pelea que tenían Candela y Nahuel.
«Callate la boca, estúpido. ¿Cómo me vas a decir así, la concha de tu madre?», sonó el parlante y el policía completó:
—Usted está atentando contra la libertad de expresión, delito incluido en la reforma liberal. Ya le van a explicar en la fiscalía.
