Valeria llegó a Rosario feliz de ver que, en algún lugar del país, aunque estuviera descontrolada, la civilización persistía. Había salido tres días antes del Centro Atómico de Bariloche, sin tanque de oxígeno, respirando la nube tóxica. Sabía que iba a morir, pero el mismo destino les tocaría a sus compañeros científicos, todavía recluidos en ese sótano inmenso, separado del mundo por una capa de uranio y dos de hormigón armado.
A pedido de algún funcionario norteamericano se había instalado un predio de desechos nucleares justo en el norte de Neuquén y el sur de Mendoza, zona rica en petróleo y gas. A cambio de tener el depósito, las provincias ganaban algunas migajas, el Estado nacional se llevaba alguna más y algunos funcionarios se hacían ricos.
Nadie previó que la mezcla entre desechos nucleares y pozos petroleros daría lugar una nube radiactiva.
En el Centro Atómico de Bariloche se habían reunido los veinticuatro mejores físicos o químicos del país, uno por cada provincia, para un proyecto de investigación. La capa de uranio del sótano donde trabajaban había repelido los efectos de la nube.
Cuando Valeria pidió ayuda en una comisaría y dijo de dónde venía, no le creyeron. Ya había sido noticia el hombre que había atravesado la nube tóxica y que también provenía del Centro Atómico Bariloche. Se trataba del físico porteño Joaquín Estévez.
Aunque hacía dos semanas que vivía en un hospital bajo análisis por haber atravesado la nube, Estévez era la sensación del momento. Se lo veía como un súper hombre y la gente se informaba sobre su estado de salud. Tenía varias notas diarias con prensa nacional e internacional.
Cuando Valeria lo vio en la pantalla del celular del cabo primero, no podía creerlo. Eran parte del mismo proyecto en el Centro Atómico y se llevaban bien. Incluso él le atraía. Ella era diez años más joven y Estévez era una referencia en el campo de la física subatómica.
Lloró de alegría. Todos en el Centro Atómico pensaban que Estévez no lo había logrado. Que se habría muerto en el camino, a pesar de haberse llevado el único tanque de oxígeno, algo de comida y un bidón de agua, un bien que escaseaba en el sótano al punto de sufrirse de sed cuando Valeria abandonó el Centro.
Ella quería llegar ahí, estar con él. Preguntarle por su salud, su futuro, su travesía. ¿Por qué no habían enviado ayuda a buscarlos? ¿Lo había intentado? Se emocionó y se tapó la boca con una mano.
El cabo le pidió de nuevo el celular y le dijo al subcomisario que justo pasaba delante de mostrador:
—Jefe, ésta dice que viene de ahí de Bariloche… que es física y que vivía con este… con el eternatuta, que le dicen, Estévez.
—Ah, ¿sí? Mirá que el tipo dijo que estaban todos muertos los demás científicos cuando él salió —contestó el subcomisario mientras la miraba a Valeria con cara de asco por sucia y mentirosa.
