519. Pescado podrido

15 de mayo de 2025 | Mayo 2025

El mismo día que lo echaron de la pesquera familiar para la que trabajaba, Jonás se compró una heladera de kiosco usada que juntaba polvo en el quincho de un amigo. La acostó, la dividió con telgopor en tres, le puso ruedas y la conectó a un generador eléctrico casero portátil. De lo único que sabía era de pescar, y a partir de ese entonces le tocaba pescarlo con una caña y venderlo en su propio carro, La Pescadería Rodante.

Gracias a su astucia, logró no estar parado más que un par de días entre el despido y arrancar su propia pescadería. Eligió pescar al sur del puerto de Mar del Plata —donde siempre se escapaba algún pescado muerto, aunque todavía fresco— y vender en un barrio un par de kilómetros para adentro.

Gritaba y hacía sonar un silbato mientras andaba lento con la moto, tirando de su carro refrigerado y frenaba en cada esquina medio minuto, a la espera de clientes.

Al principio le fue bien. A fuerza de carisma y precios bajos logró convertirse casi en un personaje del barrio. A punto tal que la clientela lo esperaba en la esquina a él. Le duró poco: en dos meses las ventas bajaron a la mitad.

—Hoy está el día que… —se quejaba doña Clara, una de las tres clientas de todas las semanas, con una mueca de disgusto—. Todo el día llevo oliendo el puerto, como si se me viniera encima.

—Y sí. Está… está bravo hoy —contestó Jonás, mientras se acomodaba la gorra. Tenía esa maña siempre que ocultaba algo—. Es que bajó el agua.

—Eso escuché —asintió Clara, con los ojos bien abiertos.

—Pero ahora ya sube. Va y viene —se apuró a decir Jonás y cerrar un poco más la heladera que siempre quedaba con un centímetro abierta—. Esto es todo de hoy, doña Clara —mintió Jonás.

—¿Tenés brótola?

—Sí, justo tengo de oferta —dijo Jonás y levantó la tapa de la heladera rodante, rápido como para que el olor no abundara, levantó unas piezas, algunas las había sacado muertas del mar y las metió, rápido, en una bolsa.

Si algo entre toda su mercadería estaba entrando en descomposición eran esas brótolas. Y él lo sabía, pero ¿qué iba a hacer? Tenía que vender. Cada día que pasaba se vendía menos. Bastante con que tenía precios bajos como para competir con la industria, que ya estaba barata.

—¿Está de oferta? Por fin una buena noticia, nene —se rio doña Clara.

La semana siguiente, cuando Jonás pasaba por el barrio, mientras hacía sonar su silbato y gritaba “hay pescado, hay pescadito fresco”, que era su latiguillo, al pasar por la puerta de la casa de doña Clara no vio salir a nadie.

Esperó en la esquina unos minutos. Volvió a gritar y hacer sonar su silbato. Doña Clara no aparecía. Justo en eso se acercó una vecina.

—Fernanda, ¿sabés algo de Clara? —preguntó Jonás.

—Falleció, pobrecita. Algo de que se tragó una bacteria y la destruyó a la viejita. Una lástima, pero bueno… Nos vemos, querido —mintió cariño Fernanda.

Jonás miró el pescado. Inspiró fuerte y hasta él se sintió asqueado de su mercadería. Sintió culpa, se despidió de doña Clara y se quedó solo unas horas en esa esquina. Después, se fue a buscar un nuevo barrio donde vender su pescado podrido.

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