Carlos, el chatarrero más importante de Lomas de Zamora, había mandado a su hijo Jesús a la escuela técnica. Pensaba que ahí aprendería cosas útiles para la vida en general, para poder moverse solo y, algún día, encontrar algo para ganarse la vida. En esa escuela daban robótica y Jesús encontró en ella la pasión de su vida.
Empezó en su casa, con pocas cosas que encontraba por ahí e intentaba armar mecanismos. Carlos no solía darle bola a esas cuestiones, hasta que vio que, con apenas diez años, Jesús había armado un tanque de guerra a control remoto que disparaba tuercas.
Fue entonces que Carlos empezó a proveerle materiales que sacaba del depósito, y Jesús expandió su mundo creativo a niveles que ni siquiera él imaginaba.
Antes de que cumpliera trece años, el depósito ya no tenía los cuatro trabajadores que se encargaban de todo: los habían reemplazado por robots que hacán lo mismo.
Cuando arrancó el secundario, Jesús se volvió cinéfilo y ligó su nuevo amor por el cine con su antigua pasión. Empezó a crear robots a los que les agregaba, mediante sistemas de inteligencia artificial, las personalidades de sus personajes favoritos de las películas.
Los robots vivían bien en el depósito chatarrero: los Avengers inventaban enemigos entre las autopartes, mientras otros intentaban encontrar a la chica o chico que les diera su primer beso y algunis intentaban asustar al resto persiguiéndolos para destruirlos.
Una noche, Carlos le habló a Jesús de una película que debía ver, donde había drogas, armas, policía y un personaje que tenía todas las intenciones de voltearse a una pendeja.
Después de ver Ciudad de Dios, Jesús quedó fascinado y se apuró a construir un robot que tuviera la personalidad de Zé Pequenho. Le dio manos humanas creadas en una impresora 3D, y el resto del cuerpo era, al igual que los demás robots, partes soldadas de chatarra.
Zé Pequenho logró, en poco tiempo, erigirse como el líder de todos los demás robots, a los que convenció de que había que cruzar el paredón y conquistar territorio al otro lado para hacerse ricos.
La noche del escape, Zé Pequenho abrió el cajón donde Carlos guardaba su arma, justo en el momento en que Carlos volvía al depósito para buscar las herramientas que tenía ahí, porque en su casa se había desarmado el desagote de la bacha.
Cuando lo vio, Ze Pequenho, en un movimiento rápido, golpeó a Carlos en la cabeza con una barra de hierro. Carlos cayó al suelo; la sangre empezó a salir de su cabeza.
—¿Dónde preferís que te pegue un tiro? ¿En la mano o en el pie? —preguntó una voz robótica.
—Hijo de puta —contestó Carlos desde el piso.
Zé Pequenho le disparó en ambos pies y, con los demás robots, escaparon del depósito.
