La ruta trepaba la montaña en un zigzagueo que, de por sí, desafiaba a cualquier camionero desde el día que la habían inaugurado, cuando dejó de ser un camino angosto. Ahora, asfaltada hacía demasiado tiempo, las grietas y los agujeros que cada día se estiraban un poco más, pasar al otro lado era casi una proeza.
“Nosotros no rompemos. Nosotros esperamos”, había asegurado Pedro Zapata cuando Nicanor, representante del pueblo, le había sugerido acentuar las imperfecciones, a esa altura casi artísticas, de la ruta, cosa de provocar más caídas de camiones en el terreno de Zapata, justo debajo de una curva letal.
Pero Zapata tenía bien clara la diferencia entre ser un delincuente y ser apenas un oportunista. Como dueño del terreno, él ponía las condiciones de saqueo.
A esa altura, el pueblo casi se alimentaba exclusivamente de los camiones que rodaban montaña abajo en el terreno de Zapata, unos kilómetros al sur. Ni siquiera los empleados del municipio llegaban a fin de mes con el sueldo y el intendente decía que no había más plata para empleados.
Sin municipales que pudieran consumir, no había negocios, artesanos, ni mercado. En un pueblo sin turismo y con un clima hostil, apenas si había ganado para vender o repartir.
Nicanor empezó a juntar gente para protestarle a Zapata su política de no intervención, y a éste no le quedó más remedio que echarlos con su familia, cada uno con un arma de fuego en mano —incluso su nieto de ocho años—.
De ahí en adelante, Zapata dejó de avisarle a todo ese grupo cada vez que caía una presa en su terreno.
Nicanor, entonces, ligado con el intendente, empezó a provocar que los camiones cayeran desde la curva anterior, de modo que, en lugar de caer en el terreno de Zapata, lo harían hacia el campo abandonado que había al otro lado.
Al primer camionero que cayó de su lado, cuando se resistió, lo lincharon hasta matarlo, por no animarse a disparar después de amenazar a sus atacantes —quizás por falta de balas—.
El caso tomó trascendencia nacional en los medios y el intendente y Nicanor movieron contactos en la justicia de la provincia para que Zapata fuera el acusado por el crimen. La condena fue para él y un hijo suyo, ambos a cadena perpetua.
Dominga, esposa de Pedro Zapata, organizó una cuadrilla de su familia y, en una sola noche, arregló toda la ruta.
Desconfiada de que existiera un Dios que valiera la pena venerar, secuestró con su familia al hijo de Nicanor, que tenía fama de fiestero y desaparecía algunos días por mes. Lo faenó y repartió kilos de carne y litros caldo de hueso a todo el pueblo, a modo de ofrenda de paz.
El pueblo siguió pobre, hambreado y sin camiones que los alimentaran. Y, por fin, unido.
