El doctor Montalvo había convocado, bajo una total discreción, al grupo de alcohólicos a su cargo en una oficina del centro que se alquilaba por horas. Nadie podía enterarse en la sede de Alcohólicos Anónimos. Para él, significaba una changa y, de paso, la posibilidad de aspirar a algún puesto fantasma en el gobierno para llevarse un salario más a la casa.
Cualquier cosa, si saltaba, se defendería esgrimiendo la teoría del control de la adicción mediante dosis bajas y rechazando la postura de la abstinencia que, después de tantos años, le parecía una tortura constante para personas sufrientes.
Pero, claro, en el círculo de psiquiatras que lo rodeaban — también en los que no lo rodeaban— estaba mal visto ponerse en lugar de abastecedor de sustancias para adictos que no pueden manejar sus propias vidas.
Cuando estuvieron sus veinte pacientes en el lugar, el doctor Montalvo explicó la propuesta:
—¿Cómo andan? Ya sé que nos vimos el otro día en la sede, pero estas cosas bueno… son más para otro ámbito. La propuesta que tengo para hacerles es la siguiente: si ustedes me hacen un favor les puedo dar un poco de su bebida favorita…
—¿Escocés de veinte años de añejamiento? —se apuró a preguntar Alfonso, un ganadero jubilado de Recoleta.
—Aguantá, viejo cheto —saltó Rocío, una rolinga por herencia de padres, de veintiséis años, acusándolo con una mano en alto. Después, se giró hacia el doctor Montalvo—. Yo con una Quilmes helada estoy, doc. Diga lo que hay que hacer.
—Hay que cuidar los votos del gobierno. Las instrucciones se las van a dar después de cómo es todo eso. Yo lo que les voy a conseguir, garantizado, es una botellita chiquita de lo que ustedes toman… tomaban, bah —e hizo el tamaño de la botella con los dedos.
—Pero eso parece una muestra de perfume. ¿Nada más nos van a dar? —preguntó Carina, una empleada pública de cincuenta.
—Bueno, que nos lo dé y después vemos —acotó Fabián.
—No, eso… se los voy a dar recién el día de la elección.
—¿Qué? ¿Y en el medio qué hacemos? ¿Nos matamos a pajas? —retrucó Fabián.
—No, eh… ¿Pajas? —preguntó el doctor, desencajado, buscando en su memoria habérselas recetado alguna vez.
De pronto, se abrió la puerta.
—¡Cómo están mis muchachos! —emergió la ministra desde la puerta, cargada de varias botellas de vino y cerveza—. Traje para brindar.
Agolpados y ya sin prestarle atención al doctor, los pacientes se amontonaron alrededor de la ministra, le arrebataron las botellas de las manos y empezaron a girarlas de mano en mano, de boca en boca.
