Lucio apagó la camioneta, casi rezando a Dios, que cuando tuviera que encenderla, arrancara. ¿En qué momento se le había ocurrido que una Mitsubishi de veinte años de uso en caminos de tierra podía estar en buen estado? Barata, sí. Cara, también.
No tenía tiempo ni siquiera para encargarse de los arreglos. Desde la muerte de su padre y la enfermedad de su esposa, no paraba de atender asuntos ajenos mientras hacía de andamio emocional de unas cinco personas. Por suerte, su hijo Baltasar lo acompañaba a todos lados.
—¿Llegamos? —preguntó Baltasar, de doce años, tirado en el asiento de atrás de la camioneta con el celular en las manos.
—Sí. Vamos.
Ni bien entraron a la casa de la abuela Diana, los salieron a recibir los perros. A Baltasar le lamía la cara Lucky, su perro favorito de los que había en la casa.
—Hola, chicos —Diana salió al encuentro en el jardín delantero y los besó—. ¿Llegaron bien? ¿Mucho tráfico?
—No llegamos tarde, mamá, no me jodas. Traje unas medialunas.
—Yo ya estaba esperando con los mates, medio termo me tomé. Pongo más agua. Y vos vení que te doy tu dulce de leche —le dijo a Baltasar y lo arrastró de la mano hasta la cocina.
Baltasar iba a visitar a la abuela, aparte de para ver al perro Lucky, para poder tener ese dulce de leche. Era uno artesanal que ella compraba en la dietética. Nada del otro mundo, pero él andaba con el frasco de acá para allá.
Lucio se sentó con Diana a tomar mates y charlar de la vida, con la tele puesta de fondo en un noticiero —“no para de dar malas noticias, dicen que se va a poner todo más caro”, se había quejado Diana, aunque no lo apagaba.
A Diana la viudez le pegaba para el lado de la culpa y sentirse mala madre, mala abuela y cosas así. Cuando Lucio preguntaba por qué se sentía así, ella contestaba, sollozando, que no sabía.
A Lucio le daban ganas de un recreo, quizás dormirse cinco minutos sentado en el inodoro.
—Voy al baño —dijo y se levantó de la silla.
Cuando pasó por la puerta de la que había sido, años atrás, su habitación, vio a su hijo con el pito cubierto de dulce de leche y al perro Lucky, emocionado, sacándoselo a lengüetazos.
—¡Pero qué hacés, pelotudo! —le gritó Lucio a Baltasar, que se apuró a salir corriendo para el baño—. ¿Me estás jodiendo, pendejo? Encima en mi pieza y con la puerta abierta la concha de tu madre.
—¿Qué pasó? —preguntó Diana cuando se acercó.
—El boludo este se ponía dulce de leche para que el perro… —empezó a contestar Lucio y vio a Diana asentir mientras retomaba el llanto—. ¿Sabías? ¿Me estás jodiendo?
—A Baltasar le gusta…
